• 2012

    Que nos quiten lo bailado. Del no lugar al buen lugar: los cuadros-fotografías bisagras y las siluetas espaciadas de Martín y Sicilia,      (Jorge Brioso). A mi amigo Humbertico, a quien debo el regalo que se esconde en el misterio de los cacharros. “El catecismo, tan inspirado del platonismo, nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza, conservando sin embargo la imagen” (Gilles Deleuze) Toda gran artista crea su propia tradición, inventa sus precursores, postula secretas afinidades entre obras que anteriormente nunca habían sido relacionadas entre sí como bien sabían Borges y T. S. Elliot. En el caso que nos ocupa (los pintores canarios José Arturo Martín y Javier Sicilia cuyo nombre artístico es Martín y Sicilia) esta invención conlleva la creación de dos subgéneros pictóricos: los cuadros o fotografías bisagra y las siluetas espaciadas que mencionamos en nuestro título. El primero de estos subgéneros nos sitúa ante un cuadro que contrasta dos realidades, dos épocas, dos formas de mirar, de colocarse ante la imagen. Estas imágenes se comunican y contraponen, se conectan y bifurcan a través de una cierta forma de umbral; sea esta una ventana, una cortina o una pared, por sólo mencionar los casos que nos conciernen aquí, pero también puertas, cuadros, espejos, pantallas, fotografías o cualquier dispositivo pictórico que permita la duplicación de las imágenes dentro del propio cuadro, su desdoblamiento, podría servir para este propósito. Una de las imágenes que estas pinturas nos ofrecen, y la temporalidad que le es inherente, nos remite a una forma de creencia colectiva sobre las que todas las miradas de una época convergen: un mito, una historia sagrada, una forma de entretenimiento masiva. La imagen que se le contrapone tiene siempre un carácter anónimo y banal, es un objeto o una figura que carece de prestigio religioso, social o simbólico. El orden en el protagonismo de estas figuras, su relevancia visual, se invierte. La imagen que debía ser protagónica es relegada a un segundo plano, la que debía resultar invisible o al menos accesoria ocupa todo el centro de nuestra atención. Los cuadros bisagras captan la atmósfera, el Stimmung de una época, su armonía, su respiración. Pero toda armonía de época, como en la metáfora heraclitiana, se tensa en direcciones contrarias como la del arco y la lira, en temporalidades contradictorias (la temporalidad de la cultura dominante, de la cultura residual o arcaica, y de la cultura emergente). La fábula de Aracne y la fábrica donde se tejen y destejen los hilos de Las hilanderas de Velázquez, la cena en Emmaus de Jesús y dos de sus discípulos y la mirada más ensimismada que haya producido la pintura hacia un cacharro anónimo y sin importancia de La mulata de Velázquez, la imagen y el entretenimiento entendido como un fenómeno de la cultura de masas que proporciona el cine y el aburrimiento que produce un nuevo concepto de soledad en las nuevas urbes masivas, en New York Movie de Edward Hooper, son ejemplos emblemáticos de este género donde el mito y la esfera mundana y prosaica del trabajo manual, la religión y el misterio que nace de las cosas profanas y cotidianas, el entretenimiento y el tedio nos muestran los dos rostros , la atmósfera de una época, la forma en que cada momento histórico organiza su visibilidad y sus zonas de sombra. Los tres cuadros que hemos descrito dibujan un espacio interior: una fábrica, una cocina, un cine. En los dos primeros, estos lugares se abren a un espacio sagrado y simbólico a través de la ventana, donde vemos un grupo de mujeres de clase alta que admiran un tapiz en el que se representa el mito en el cuadro Las hilanderas y de la ventana en La mulata, donde vemos al dios que se atrevió a ser hombre cenando con dos de sus discípulos. En New York Movie de Hooper el espacio se bifurca en dos direcciones: a la derecha vemos unas butacas y unos espectadores de espalda que miran unas imágenes cinematográficas que apenas logramos vislumbrar; a nuestra izquierda y ocupando el centro del foco de nuestra atención vemos a una mujer, la acomodadora, que mira al piso o a ningún lado. Nuestra mirada ha sido desplazada radicalmente: del mito y del tapiz, como locus de la obra de arte, a los pies descalzos de las hilanderas y a ese enredo de hilos que rueda sobre el piso; del tema religioso a la mulata cocinera, al objeto o utensilio casero, de la mayor industria de entretenimiento del siglo XX a esa mirada vacía y desolada de la acomodadora. Pero no sólo el dispositivo visual que organizaba lo visible y lo invisible se ha invertido, sino que también ha nacido un nuevo concepto de misterio: el misterio de las cosas cotidianas, la magia de lo ínfimo, de lo insignificante; un misterio y una magia que tienen un carácter profano y desencantado. Los tres ejemplos mencionados, Las hilanderas, La mulata, New York Movie son obras clásicas de la pintura occidental; sin embargo, la secreta relación que hemos establecido entre las mismas, la forma que hemos descubierto de colocarnos ante ellas se la debemos a cuadros como La ducha (2002), Las braguitas nuevas (2002), La fiesta báquica (2002), Narciso ha venido a merendar (2003), La casualidad (2003), por sólo mencionar las más relevantes dentro de este género, de Martín y Sicilia. La creación de este subgénero y la tradición que le es inherente le plantea las siguientes preguntas-problemas a la obra de arte: cómo se puede producir el tránsito, que sugiere el título de nuestro artículo, entre las antípodas espaciales que proponen la utopía y la obra de arte, entre el no lugar y el buen lugar; qué signficado tiene la existencia en estado de imagen para una época en la que los simulacros, las réplicas de lo real, se han multiplicado hasta límites inimaginables, qué tipo de ente es la imagen que ha perdido la semejanza pero mantiene la apariencia, que ha perdido la esencia pero perdura como aparición; qué diferencia existe hoy entre la poíesis y la praxis y la khêsis, entre las cosas producidas o creadas y la acción y el uso que ejercemos sobre ellas Lo primero que ha cambiado, respecto a las pinturas bisagras “clásicas”, que hemos descrito anteriormente, en el cuadro La ducha de Martín y Sicilia es la distribución de las temporalidades y su forma de entender el espacio (la relación que existe entre lo privado, lo público y lo íntimo). Aquí todo parece ocurrir en el presente. El contrapunto del tiempo del origen (del mito o de la historia sagrada) con el tiempo del ahora que dramatizaban los cuadros de Velázquez ya había sido sustituido por tres temporalidades simultáneas que se acumulaban en el presente en el cuadro de Hooper: el tiempo de la imagen cinematográfica, el de sus espectadores y el de la soledad de la acomodadora. El presente nunca pareció más lleno y a la vez más atomizado (estas temporalidades coexistían pero nunca convergían, existían una al lado de la otra sin que necesariamente llegaran a tocarse). En los cuadros-bisagra de Martín y Sicilia los escenarios en que se bifurca la pintura, como en el célebre jardín del cuento borgeano, parecen separarse para no encontrarse jamás. El cuadro nos presenta dos mundos, dos mónadas, que existen una al lado de la otra pero que parecen ignorarse totalmente. Lo que resulta más pertubador y paradójico es que en cada uno de estos escenarios encontramos a uno de los artistas cuyo nombre compuesto parece tener como objetivo buscar un destino artístico común. El cuadro parece empeñado en disolver la comunión que propone el nombre artístico. A la izquierda, en una de las líneas perpendiculares que nos abre el cuadro, vemos a uno de los artistas (Javier Sicilia) en una bañera, gracias a una cortina que se descorre y a una puerta que permanece abierta, tomando una ducha; la otra perpendicular se abre hacia la última habitación de la casa, cuyo interior observamos por otra puerta que permanece sin cerrar, donde el otro artista (Arturo Martín) pinta a brocha gorda una de las paredes. En la visualidad que nos propone el cuadro ninguno parece percatarse de la existencia del otro. Sin embargo, hay un tercer elemento (casi invisible sino se mira el cuadro con cuidado), que es el que comunica las dos escenas, el que postula una posible narrativa, una posible convergencia de sus temporalidades, una continuidad entre sus espacios. Este elemento se sitúa en la línea perpendicular que comunica el marco de la puerta que se abre hacia el baño con la puerta al final del pasillo. Esta línea perpendicular la ocupa casi en su totalidad una pared que parece acabada de pintar de un color gris opaco, en un color casi anónimo. Esta pared parece estructurar el presente en un antes y un después, el antes y el después de la pintura. Un pintor que ha terminado la pared y limpia su cuerpo de las manchas de pintura, el otro, a quien sorpredemos in media res, antes de haber concluido. Esta pared también comunica los diferentes espacios del cuadro, propone una línea que atraviesa todos los lugares contenidos en este interior, crea una pertubadora continuidad entre lo privado y lo íntimo. No hay lugares vedados a la mirada en estas pinturas, zonas prohibidas, todas las puertas se mantienen abiertas. Esta pared vacía que parecía condenada a ser invisible no deja espacios oscuros en estos cuadros, zonas de sombras.  En otro de los cuadros de este “subgénero”, Narciso ha venido a merendar,  otra pared divide a la habitación en dos espacios. La sala donde se reúnen varios amigos, incluido uno de los artistas, alrededor de una botellas y el baño donde vemos a través, por supuesto, de una puerta entreabierta al otro artista inclinado (de nuevo separados, divididos por un muro) tratando de mirarse (como Narcisco) o de vomitar en el váter. En la pared de este último óleo cuelga un cuadro donde se representa al mismo artista, que vemos inclinado ante el váter, sentado solo en una habitación mirando en un profundo y solitario ensimismamiento a ningún lugar (como la mulata de Velázquez y la acomodadora de Hooper).  Todos los cuadros-bisagras contienen un amplio repertorio de vidas quietas o aquietadas. La hipervisualidad que los caracteriza parece tener como correlato un profundo silencio, una desoladora quietud. La pared, como en la obra anterior, comunica a ambos artistas, a ambos espacios del cuadro a través de una posible continuidad temporal, de una narración. El artista, que vomita o se mira en el agua llena de desechos, debería haber estado antes con los amigos que se reúnen alrededor de una botella. Esta última pared, sin embargo, nos deja ver mucho mejor la singular concepción de la acción que proponen estos artistas, su idiosincrática forma de entender la narración. Los dos momentos de la acción, el antes y el después, están separados por esa pared-muro, por un paréntesis que los mantiene aislados. Cada acción parece congelada en su propio tiempo y la única comunicación que tiene con la otra es ese largo punto suspensivo que constituye la pared. Los cuadros parecen querer contarnos ese imposible tránsito que ocurre entre el antes y el después; colocan en el centro de su narración ese tiempo muerto representado por la pared. De hecho, la pared es la verdadera protagonista de estos relatos.  Esta última observación nos permite regresar al cuadro comentado anteriormente: La ducha. Aquí, la pared pintada pero vacía nos obliga a situar nuestra mirada en ese intersticio, en esa grieta que existe entre el antes y el después de la pintura. Las dos acciones que presenta este cuadro, bañarse y pintar, parecen existir en estado puro, tiene un carácter estrictamente verbal. No se puede hablar con propiedad de una posible continuidad entre ellas, incluso los términos antes y después pueden resultar reversibles. Podemos pensar con igual legitimidad que el pintor se ducha para limpiar su cuerpo de las manchas de la pintura, luego de haber pintado o que purifica su cuerpo antes de iniciar su labor. La pared nos obliga a situarnos en ese tiempo imposible donde tenemos tanto la obra terminada (la pared ya ha sido pintada) y la obra ausente, por hacer (la pared está vacía, no hay ninguna “obra de arte” colgada en ella). Por lo tanto, esta obra constituye una reescritura de todos los cuadros del estudio del pintor, del pintor en su taller del trabajo, del pintor y sus modelos y cuya obra maestra es Las meninas de Velázquez. La cortina del baño está convenientemente descorrida para permitirnos ver al pintor al desnudo. El género autorretrato de pintor nunca había sido más profanado. El pintor convertido en su propio modelo se nos exhibe al desnudo mientras trata de limpiar o purificar su cuerpo. La línea perpendicular, que nace en el marco de la puerta del baño, guía nuestra mirada hasta otra puerta abierta donde vemos al otro artista pintando una de las habitaciones a “brocha gorda”. La pared desnuda, toda llena de pintura pero sin ninguna obra de arte que la engalane, y la borradura de la diferencia, con todas sus connotaciones políticas, culturales y de clase, entre la pintura a pincel y la pintura a brocha gorda( entre el trabajo obrero manual y el trabajo artístico) supone una total desacralización del género sobre el que esta pintura se inscribe. Es como si el camino que abrió Las meninas en el arte occidental hubiera terminado en La ducha. La profanación, que supone el vivir en estado de imagen, ha sido llevada a sus últimas consecuencias. Eso no le quita sin embargo el aire metafísico que tiene este cuadro, su propio misterio, su carácter de iluminación profana.  Para poderle darle respuesta, a los dos últimos enigmas que nos propone el cuadro anterior: qué significa el vivir en estado de imagen, qué tipo de misterio es este que tiene un carácter estrictamente profano, que es a la vez total visibilidad y total silencio, tenemos que desplazarnos al otro subgénero que estos artistas han creado: sus siluetas-espaciadas. Al igual que los cuadros-fotografías bisagras, este es un género híbrido a medio paso entre la escultura y la pintura.   El punto de enlace entre las siluetas espaciadas y los cuadros bisagras son las naturalezas muertas, los bodegones españoles sobre todo a la manera en lo que concebían Francisco de Zurbarán y Fray Juan Sanchez Cotán. Allí tenemos también dos mundos y una ventana marco que los comunica. La diferencia esencial radica en que un mundo ha sido llevado a su mínima expresión: un simple nabo recostado a una ventana, pequeñas coles que cuelgan de hilos casi invisibles, el cordero sacrificial muerto recostado en el mismo marco. No hay nada más en este mundo, nada más existe. Y la ventana-marco que se suponía nos abriera las puertas a la trascendencia, a esa otra realidad que constituye el contrapunto y el complemento de la atmósfera de una época, sólo nos regala un fondo obscuro, un “espacio puro”( o sería mejor decir un “vacío puro”). Dice Lezama Lima en un artículo sobre Sánchez Cotán: “La sobriedad, la respiración, su ligero apoyarse [del nabo contra el marco de la ventana] borran las huellas y descorren un encantado fragmento de espacio puro”. Es este objeto sin historia, sin carga simbólica, sin huellas culturales o históricas el que puntúa y acota el espacio, el que lo hace perceptible, casi táctil. Este objeto hace que respiremos su soledad y es al respirar cuando sentimos el espacio vacío que nos rodea, su táctil oscuridad. La siluetas espaciadas de Martín y Sicilia, sus siluetas recortadas contra un espacio anónimo y vacío, son herederas directas de estos bodegones.  Todas sus obras emblemáticas en este subgénero (Medidas variables, 2005 [instalación sobre foam], Los turistas, 2005 [instalación: acrílico sobre madera recortada], El brindis, 2005 [acrílico sobre madera recortada], Paraíso, 2011) carecen de volumen, de contexto, de espacio propio, al aparecer en un espacio ajeno y anónimo y al ser arrancadas, recortadas de un original que desconocemos, llevan a su última consecuencia la existencia en estado de imagen de la obra de arte. Las siluetas espaciadas de Martín y Sicilia funcionan como citas, fragmentos, apariciones, de un original perdido. Su carácter recortado, de una foto un cuadro que no conocemos, y su enclave en el espacio vacío de los museos (lo cual las acerca a la escultura) habla de esa doble naturaleza de la imagen: han sido arrancadas de un arquetipo o modelo perdido, han sido impuestas en un lugar que les resulta extraño, ajeno. Estas obras no sólo recortan la imagen, esa pura corteza de las cosas y las hacen aparecer en un espacio anónimo, sino que también acotan el vacío. En este sentido recuerdan la noción de escultura que propone Chillida: lo importante no es tanto arrancarle una forma a una materia bruta sino más bien robarle un espacio al vacío al hacerlo perceptible, al hacerlo visible, medible. Todas estas siluetas se colocan en el espacio, lo puntúan, demarcan un territorio pero no crean una trama, un tejido espacio-temporal que construya una narrativa. Tiene un carácter estrictamente verbal, como las imágenes en los cuadros-bisagra. Cada uno de las obras antes mencionadas podría ser resumida en un verbo: brindar (Brindis), apuntar (Medidas variables), esperar (Los turistas), mirar (Paraíso). Estas siluetas recortadas en madera o en foam de Martín Sicilia nos colocan ante un último enigma: ¿cuál es el lugar, en la modernidad tardía, de la obra de arte? Estas figuras han sido recortadas, arrancadas de algún lugar y luego han sido desplegadas en un espacio vacío que más que ocupar invaden o protegen de una amenaza externa que no sabemos de dónde proviene. En Medidas variables todas las siluetas apuntan desde un lugar que no entendemos a algo que no vemos. Su blanco no está en ningún lugar o los ocupa todos. Estas figuras recortadas han terminado en un mismo lugar, parece como si estuvieran aglutinadas allí pero no sabemos de dónde vienen, cuál era el espacio, el contexto, la finalidad que le daba sentido a sus acciones. Están amontonadas en un espacio vacío, de fondo blanco, que no les provee ningún anclaje que justifique su estar. Tienen una naturaleza tópica: son turistas, boxeadores, francotiradores, militares. La indumentaria que portan, el hacer que simulan, la homogeneidad de su naturaleza les permite ser identificados fácilmente a partir del carácter tópico de su actividad. Sin embargo, no se puede decir que tengan un ser, una identidad: carecen de un aquí y un ahora, incluso del aquí y del ahora que le otorga el arte a sus representaciones. Son sólo imágenes, apariciones. 
  • 2010

    Black Friday. Ética del cuadro sin marco [ó Estética de los muertos vivientes]  (Ramiro Carrillo)   Primera parte.   En los bajos del 22 de la calle Simón Bolívar, en Santa Cruz de Tenerife, anunciada con un letrero de los de antes, de rotulación manual, se encuentra una tienda de cristalería y enmarcado de cuadros, Cristasol, una pyme sin grandes pretensiones, que vive de pequeños encargos de cristalería y decoración. No disponen de un gran surtido, pero trabajan bien, son serios y baratos.  En la primavera de 1997, el negocio lo llevaba un matrimonio de edad madura, gente agradable y de buena disposición con los clientes. Ya entonces era un comercio de esos que se dicen de los de antes, armados a partir de una habilidad artesanal concreta y sostenidos con la demanda doméstica generada en los barrios cercanos; de esos sin más estrategia comercial que buscar un trato atento, afable y generoso; de esos que no atendían a las páginas salmón de los periódicos, sino a las vicisitudes del día a día. Un modo de ganarse la vida hecho a escala de su vecindad.  La tienda compartía portal con un local ocupado por un estudio de artistas, jóvenes, de esos que se suelen llamar «modernos». La coincidencia de ambos negocios no tiene nada de particular, salvo que, para un aficionado a las casualidades, resultara curiosa aquella entrada que era cruce de dos mundos: el de una tienda cuya idiosincrasia venía de las formas de vida de un tiempo en extinción, y el de un grupo de jóvenes, cuyos proyectos, de tener algún sentido, lo tendrían en un mundo, el futuro [el de hoy] aún por llegar.  Entre aquellos artistas se encontraban José Arturo Martín y Javier Sicilia, curiosamente comenzando a pintar; algo que, en cierto modo, pertenecía también a otro tiempo. Aunque en realidad lo que estaban haciendo allí Martín y Sicilia era resolver qué hacer con su vida [en más de un sentido, como ya veremos]. Tras casi dos años de colaboración estrecha, tenían concertada para abril su primera exposición conjunta, como artista dual, de manera que en aquellos primeros meses del año se encontraban negociando su proyecto artístico, que finalmente echaría a andar caracterizado por los dos aspectos mencionados, tan aparatosamente visibles: el ser «pareja artística» [un formato de artista del que, desde Robert Capa a Komar & Melamid, no faltan referentes, pero que sigue manteniendo cierto exotismo] y el hecho de hacer pintura; pintura figurativa y narrativa. Si lo primero era una cuestión básicamente de economía [dos artistas que comparten ideario y proyecto pueden ser más eficientes trabajando juntos], lo segundo era una decisión de tipo estratégico: Martín y Sicilia comenzaron a pintar porque entendieron que era lo más irreverente, rancio, incorrecto, anacrónico y majadero que se podía hacer en 1997.  No sería justo decir que esta elección de formato era una cuestión de rebeldía [el «rebeldismo» en arte es casi más rancio que la propia Pintura], de hecho era una decisión no exenta de ventajas. Por el contrario, podría afirmarse que Martín y Sicilia no hacían más que cumplir escrupulosamente el guión de lo que se espera de un artista joven; es decir, que haga lo contrario de lo que se espera de él. Y los cuadros figurativos, narrativos y escénicos, precisamente por ser «de otro tiempo», eran en aquel momento desapacibles; tenían un plus perturbador difícil de esquivar, una cualidad muy útil para un proyecto de producción artística que incluía su propio cuestionamiento. Efectivamente, Martín y Sicilia se planteaban la recuperación del relato como forma de tantear, desde un cierto distanciamiento irónico, si era posible aún [entonces] con la pintura hacer arte. A ese propósito, el punto de partida era ya problemático, tanto por el patente anacronismo del formato pintura como medio de comunicación visual, como por la polaridad de su prestigio cultural, pendular entre el carácter central que aún mantiene para muchos como máxima expresión de las Bellas Artes, y el descrédito, más o menos reciente, que posee para otros como soporte para el arte contemporáneo. Creo que la dificultad inicial de su proyecto radicaba en la necesidad de negociar un complicado equilibrio entre el planteamiento temático [con enunciado] de los cuadros y su manifiesta reserva irónica, sin que ninguno de estos factores anulara o impugnara al otro.  Por otra parte, esta «nueva» pintura, que tomaba como referente a aquella otra fotografía de los 80 que tomaba a la «vieja» Pintura como referente, no solía pasar desapercibida. Había quien la recibía como el consabido «soplo de aire fresco» que animaba el carrusel de rutinarias novedades del arte contemporáneo; otros veían en ella la última y cansina finta del arte reaccionario para barnizarse de actualidad; los mejor pensados, como un ejercicio más o menos ortodoxo de ironía posmoderna; y los peor, como una maniobra no muy sutil para adquirir notoriedad con velocidad. Fuera como fuese, los pasos en dirección al cuadro que Martín y Sicilia dieron en su estudio contiguo a la tienda de marcos, respetaban sus propias inercias [ambos eran aficionados a los pinceles] y valoraban el potencial revulsivo de la propia pintura [en aquel momento y contexto], de forma que su decisión se enmarcaba, de manera consciente y cavilada, en lo que podemos llamar «plano estratégico» del proyecto artístico.  Pero la dichosa elección encerraba un quebradero de cabeza mayor: una vez convencidos de que había que pintar, el dilema era qué había que pintar. Y no era un problema fácil, esto de entrar en pormenores. Las otras decisiones artísticas, las que configuran genéricamente los atributos y el valor de una obra, son asuntos que se plantean, reflexionan, discuten, elaboran y [si hay final feliz] se resuelven, en el marco del armazón conceptual; definen una estructura que, por relación con un contexto dado, desplegará sus significaciones por connotación. Buena parte del arte contemporáneo se alimenta de ese proceso, series de objetos fuertemente connotativos pero [habitualmente] sin contenidos expositivos, o literarios. [Un ejemplo: pongamos una lata de sopa; esto no es un tema «artístico» por si mismo, pero sometida a un cierto sistema de decisiones puede convertirse en una imagen que, bajo determinadas condiciones, quede repleta de connotaciones culturales relevantes. Es por ese conjunto de decisiones «estratégicas» que una lata de sopa puede no sólo ser una «obra de arte» sino que, si efectivamente lo consigue, en lo sucesivo cualquier lata de sopa se reconocerá como un icono artístico]. La resolución de recuperar «temas relevantes», y por tanto añadir otro estrato de decisiones a la obra, no implicaba incrementar la dificultad del arte, pero sí suponía trasladar la problemática de la pintura desde eso que ligeramente he llamado «plano estratégico» a otro ámbito, el de lo literario, del que el arte contemporáneo parecía haberse deshecho hace tiempo. Por eso, cuando estos malos alumnos de Greenberg se plantearon llenar el cuadro de contenidos [«contar cosas», solían decir] encontraron que no era tan fácil encontrar cosas que contar. Es más, la idea generó en ellos una cierta ansiedad por conseguir que cada contenido específico fuera relevante [y pertinente] en el contexto cultural contemporáneo, hasta el punto de que los artistas se veían a si mismos obligados a pensar con la profundidad teórica de los filósofos, o sociólogos, algo que, ciertamente, es tanto como pedir a un catedrático que haga sus pinitos con la pintura.  Esta responsabilidad autoasumida de abordar asuntos interesantes hizo que Martín y Sicilia afrontaran la producción artística desde un estado de incertidumbre, sin tener muy claro qué hacer, y con ello manteniendo amplias dudas sobre la razón de ser, las referencias y modelos, los caminos a seguir, o los criterios de valor, de su trabajo. Afortunadamente, como buenos alumnos de Picasso, el no saber qué pintar no les llevó a dejar de hacerlo, de forma que la solución llegó bien pronto, si bien a los efectos que nos interesan sólo se dieron cuenta años más tarde, ya instalados en Madrid. Pero andábamos por 1997, en aquel estudio de la calle Simón Bolivar, y allí la incertidumbre [y, se podría pensar, el ambiente humano y acogedor del barrio] les llevó a coger el camino más franco y, en cierto modo, el más honesto: pintar temas extraídos [o así parecía] de sus trajines cotidianos: Javier o José Arturo de tertulia con sus amigos, alternando con sus novias, afanados en tareas domésticas, en el supermercado, de acampada… Cuadros con asuntos, en verdad, sólo un poco más interesantes que una lata de sopa, pensados para sugerir, con una buena dosis de «reserva irónica», comentarios sobre cuestiones diversas del arte contemporáneo. Aunque lo importante no eran los contenidos «ocultos», sino el hecho de que los personajes protagonistas de la narración eran los propios artistas, prestados a ser figuras de aquellos cuadros figurativos [un aspecto que, siguiendo el modelo Gilbert & George, imprimió una marca muy reconocible a su trabajo]; y presentando la pintura como biopic, no por rescatar aquello romántico de la vivencia del artista [esto es más rancio aún que el «rebeldismo»] sino por presentar el cuadro como una consideración, acá irónica y allá ejemplar, sobre el «saber estar» o el «saber qué hacer».  Claro que esto es más una reflexión a toro pasado: por aquel entonces, lo que Martín y Sicilia estaban pintando era, básicamente, dos sujetos desconcertados en un mundo construido de metáforas y de convenciones, dos entusiastas asomando sus asombradas cabezas entre las bambalinas del gran teatro de la cultura; Faemino y Cansado en la Dokumenta de Kassel. Una ingeniosa propuesta pictórica que era, ante todo, una irreverencia local [una manera tan buena como cualquier otra de coger al toro por los cuernos], y que en realidad lo que hacía era puentear [o eso pensaban ellos] el espinoso problema del tema, de forma que los artistas se volcaron durante los cinco años siguientes, ya instalados en Madrid, en buscar «cosas que contar», lo que equivale a decir que pasaron otra larga temporada sumidos en la incertidumbre.  Pero no fue un tiempo muerto; su trabajo entre el 97 y el 2002 apuntaló el armazón de su estrategia de los artistas–icono, desarrollándola a través de distintas series cuyo hilo conductor era la figura de los propios artistas [en adelante convertidos en imaginería]. Esta pauta sostenía un tono «pop» en las obras y, por otra parte, escoraba su reflexión hacia un ámbito, sin duda interesante, pero que no es el que aquí nos ocupa: el del territorio [que es lenguaje], habitado por sujetos [que son, por tanto, lenguaje también]. Con tal propósito, sus imágenes no recogían situaciones «biográfícas», sino que eran escenarios, más o menos teatralizados, donde las figuras de los artistas, por así decirlo, hacían acto de presencia. Los cuadros reproducían, literalmente o por alusiones, paisajes e interiores extractados de la historia de la Pintura [Courbet, Rembrandt, Poussin y otros], que eran «habitados» por las figuras de los artistas, como una suerte de muñecos en un belén, componiendo el relato de un relato sobre un relato. No vale la pena detenerse en esto mucho más. Hacia el otoño de 2002, los diestros cambiaron de tercio, cuando retomaron la pintura de biopic. Por aquella época vivían en el 39 de la calle de La Reina, de Madrid, en un amplio piso compartido con un también compartido estudio, y ambos estaban ya plenamente instalados, social y emocionalmente, en la vida de la ciudad. Los dos tenían su familia, por así decirlo, en aquel piso de vida inquieta, siempre abierto a un nutrido trasiego de parroquianos: colegas de los inquilinos, gente del gremio, pintores canarios de visita, amigos de la infancia, los vecinos del inmueble, algún cliente ávido de bohemia, unos artistas berlineses [o cubanos] de paso por la capital. Doy fe de este ajetreo, que aquel otoño los artistas reconocieron como imagen y trasladaron a sus cuadros. El nuevo asunto era la casa y su gente; o mejor, la casa llena de gente; gente por una parte dispar, pero por otra extrañamente regular, normalizada, en cierto modo, quizás por su forma de vestir o simplemente por su forma de estar. En cualquier caso, las personas se mostraban [casi siempre] en situaciones sociales: reuniones, conversaciones, juegos, negocios, celebraciones, tejemanejes. Esto es importante porque en aquellos cuadros la casa, tradicional recinto para la intimidad, aparecía relatada, si no dentro del dominio de lo público, sí al menos como un espacio social. Era fácil percibir que no se estaba representando un hogar: no había habitaciones diferenciadas, sino una suerte de espacio neutro de estancias regulares; sin mobiliario ni decoración singulares [sin «calor de hogar»], sino, más bien, con útiles funcionales y despersonalizados que permitían los servicios prácticos de sentarse, colocar el cenicero, y estar.  Ahora bien, la «decisión estratégica» de pintar el entorno doméstico, no respondía al mismo propósito de aquellos primeros cuadros de Tenerife. Podría decirse que en estos años Martín y Sicilia se habían hecho plenamente conscientes de los relatos contenidos dentro de los relatos, en un doble sentido: por una parte, en un viaje a Mali [para una exposición de fotografía en Bamako, en 2001] habían podido asistir en primera persona a cómo el relato del capitalismo triunfante se acompaña, invisible, por otro paralelo, el de las sociedades cuya extenuación posibilita la opulencia del primer mundo. Por otra, la observación de que los modos de vida individuales reflejan, en no pocos aspectos, muchos fenómenos sociales de carácter global. Cada relato contiene siempre otros, implícitos, en su sombra, en su letra pequeña, o en su reverso. Así, la casa podía ser el eco de un universo mayor, y los problemas particulares, latentes bajo la piel de una vida «normal», el reflejo de los problemas globales. De modo que aunque el asunto visible en los cuadros eran los ajetreos del piso de Madrid [y de la vida de los artistas], su tema era otro: las contradicciones políticas y sociales de las sociedades contemporáneas; las fricciones de los movimientos migratorios, el miedo al otro, los juegos de poder, o el desencanto de la civilización occidental.  En el proceso [y acaso como consecuencia de ello] la casa que dibujaron no era en modo alguno lo que antaño había sido: a saber, imagen y metáfora de un proyecto de vida estable, el recinto sagrado de lo privado, el centro estructural de la familia como eje nuclear de la vida social. En lugar de eso, pintaron un cruce, un punto de encuentro; un sitio para la coincidencia en el tránsito; lugar de paso y escenario de contingencia. La casa, [y sus usuarios] hablaba de un mundo distinto al que evocaba Cristasol, si se quiere un mundo igualmente humano y vecinal [a otra escala de ciudad], pero que ha perdido anclajes en el sistema tradicional de certezas [esa estructura tan represora y, a la vez, tan protectora] sin renovarlos con la adquisición de un nuevo compromiso ideológico. En las paredes del piso, los pocos cuadros carecían de marco, no hace falta ya, no tiene sentido. Porque un marco, como objeto para enaltecer y proteger las imágenes en que encontramos representación, es un indicio de la voluntad de habilitar el espacio simbólico y patrimonial que acompaña a un proyecto vital. La ausencia de marcos [en los cuadros dentro de los cuadros], como imagen de la ausencia en las casas de un espacio para la representación de los valores sagrados [que no religiosos], es señal de un proyecto vital construido desde la inestabilidad, desde la desorientación, desde la precariedad ética.  La casa que pintaron Martín y Sicilia era imagen de provisionalidad, inercia, desarraigo, interinidad. Todo era testimonial, funcional y pasajero: escenario, mobiliario e inquilinos reflejando un espacio social inconsistente, movedizo, fragmentario. Personajes que entran en escena; coinciden, conversan, comparten un rato; salen de escena. No había sucesos, sino situaciones; no se exponía el relato de un acontecer relevante, sino, se diría, un compendio de formas de estar pasivo. No se transmitía vocación de actuar, de permanecer, de influir; sino más bien un contemplar, un ofrecerse a la contemplación.  Esto es lo que hacían las figuras en estos cuadros, figurar. Y a la vez, «espectar»; asistir [y observar y esperar] al figurar de los otros, a las actitudes propias. Los artistas dibujaron en sus relatos biopic una trama sin historia, protagonizada por sujetos pasmados ante su propia incertidumbre. No eran actores sino atrezo, figuras inoperantes [o, como mucho, a la expectativa], aparentemente conformes con su incapacidad para ser agentes con influencia en el curso de los acontecimientos. Por eso, aquí la incertidumbre de los pintores no era ya la inseguridad de unos jóvenes autores que se sabían transitando un terreno [el del arte] nebuloso; sino el reflejo de un estado de conciencia que, por así decirlo, es Zeitgeist de este principio de siglo.   De ahí que Martín y Sicilia representaran a sus personajes como espectadores: el sino de estos tiempos es nuestra efigie delante de una pantalla. Ciertamente, en este último cuarto de siglo la vida diaria se nos ha ido llenando de pantallas, y es a través de ellas no sólo que conocemos, sino incluso que nos conocemos. Por ello es cabal identificar el paradigma del sujeto contemporáneo con la imagen de un espectador; alguien que observa pasivamente, que recibe y que, [fundamentalmente, y como motor de todo progreso social y toda promesa de felicidad individual] consume. Se podrá objetar, con razón, que si algo caracteriza a la Red en los últimos años es que los usuarios son ahora productores de contenidos. Pero esa ingente, inagotable producción, en su parte más considerable, no está orientada a la generación de sentido, sino a perseguir, a través del desarrollo de estrategias de distinción, eso que se ha convertido en el más preciado valor en la cultura del espectáculo: la visibilidad. El rol actual del usuario en la red es activo, en la medida que contribuye al espectáculo, pero por eso mismo su acción es estática, en forma similar a los personajes de aquellos cuadros: su objetivo es figurar para ser vistos, mientras son espectadores del figurar de los otros. De este modo, al tiempo que las nuevas herramientas sociales en Internet están disolviendo en el imaginario las fronteras entre lo público y lo privado, aparecen formas icónicas [por ejemplo, las self shot] cuya misma lógica y razón de ser ya no es la [auto]representación [la emisión de significado], sino la «captura» de la mirada del otro, reducido no ya a espectador, sino incluso a simple mirón. El objetivo no es, ni siquiera implícito, construir pautas de identificación que generen comunidad, sino acumular miradas [visitas] como forma de ganar atención, y visibilidad. Se podrá objetar, y con razón, que las pantallas sirven para muchas cosas, que la ideología no reside en la herramienta, sino en el uso que de ella se haga. Pero también es cierto que la implantación de las nuevas tecnologías de la comunicación, en los últimos quince años, ha cambiado decisiva y vertiginosamente las formas sociales, y con ellas los modos de representación. Sin ir más lejos, ese sujeto paradigmático, que en 2002 Martín y Sicilia imaginaron como un ciudadano aplatanado, cuatro años más tarde sería un avatar en Second life, para encontrar su representación, actualmente, como un perfil en las redes sociales. Se diría que avanzamos hacia la inconsistencia, hacia el desdibujo. Caminamos hacia ser figuras sin rasgos, preparadas para la implementación de ideas franquicia, para la instalación de identidades importadas. Hacia ser muñecos prefigurados en un parque temático construido con relatos estándar.  Esa doble perspectiva sobre el ser humano contemporáneo, que no sabe quien es porque carece de representación [o la tiene alquilada en franquicia] y que [como causa o consecuencia de ello] carece de capacidad de agencia y [por tanto] está a merced de los acontecimientos, es una constante del trabajo de Martín y Sicilia. Su obra madura ha sido una exploración de los eslabones entre su experiencia vital cotidiana [como una suerte de anclaje o, cuando menos, de referencia iconográfica] y los fenómenos sociales, de forma que la imagen de los artistas está continuamente en elaboración y reconstrucción, se encuentra siempre configurando una historia que sólo aparentemente es su autobiografía, y que en verdad pretende ser un relato del tránsito crepuscular del sujeto [o lo que queda de él] enfrentado a su disolución. Así, pintaron personajes postulados por relación con algo que no estaba en el cuadro: escenificaciones del miedo, de la huída, del atrincheramiento o de una más que patética defensa. Situaciones que escenifican el miedo al otro, y que a la vez declaran la inoperancia, la incapacidad de tomar la iniciativa, de movilizarse a partir de un proyecto ético. Es la foto en proceso [work in progress] de un sujeto moribundo, de un muerto viviente.    Segunda parte.   A tenor de lo expuesto, podría parecer que el enfoque que Martín y Sicilia imprimen a sus temas es en exceso fatalista, o fúnebre. En absoluto es así, más bien sería al contrario: el pulso de su tono irónico, que apela a la tradición de la farsa, convoca una forma de experiencia estética que, si cabe, se despliega desde el territorio del humor, lo que equivale a decir de la inteligencia. Y mientras hay inteligencia hay esperanza, se podría decir. Sin embargo, esa idea del sujeto moribundo que late bajo sus imágenes de los últimos años, se ha vuelto en los tiempos recientes inesperadamente literal, coincidiendo con la vuelta a la moda de las películas de zombis.  Hasta ahora, la afición por el género de los muertos vivientes era característica de los entusiastas del cine de «serie B». Sin embargo, este público fiel a los productos gore parece haberse ampliado de manera significativa, sin que podamos saber muy bien si la reciente proliferación de producción audiovisual sobre el tema sea causa o efecto del fenómeno. Nuevas películas y series de televisión actualizan o versionan el imaginario del género, mientras se popularizan por todo el mundo las Zombies party, donde el personal se lo pasa bomba no sólo exhibiendo en su maquillaje los atributos correspondientes [que, significativamente, consisten en parecer despedazado, desmembrado], sino, de hecho, disfrutando por una tarde del rol de andar descerebrado.  Se ha visto en las figuras ansiosas y trastabilladas de los zombis una metáfora del consumo compulsivo, y lo cierto es que la imagen es apropiada. Resulta sorprendente las similitudes entre las fotos de masas de ciudadanos histéricos por las compras en los días de rebajas y las imágenes de las aglomeraciones de zombis hambrientos en las películas del género [posiblemente las unas sean referencia de las otras]. De hecho, como muy bien han visto Martín y Sicilia, es fácil encontrar la misma estructura en cualquier foto que recoja una multitud descontrolada de gente dominada por un instinto, sea éste el de huir de un peligro, pelear por una comida, buscar una salida en momentos de pánico, o simplemente perseguir a un famoso. Todas estas imágenes, con diferencias apenas perceptibles, reflejan la disolución del individuo en la masa, rompiendo toda reserva, límite o cortesía interpersonal para convertir al sujeto en un ser anhelante, dominado por el deseo, la necesidad vital o la simple obsesión histérica; un ser humano definido por un hambre irracional.   Puede que la congruencia de la «joya de la corona» de la iconografía gore como metáfora del consumo compulsivo esté en el trasfondo de su retorno a la actualidad; o acaso esto sea sólo una prueba más de que el imaginario de la industria del ocio está llenando el mundo de friquis. Sea como fuere, al hilo de la reflexión sobre los sujetos pasmados [moribundos], este apogeo es, posiblemente, uno de las más grotescas evidencias de la proliferación de una estética y una ética de la evasión. La importancia que ha adquirido en los últimos tiempos la industria del ocio, y su avasalladora influencia como emisora de «realidades de referencia», ha conseguido que masas enormes de ciudadanos enmarquen su sistema de prioridades, en una medida no pequeña, dentro de la oferta definida por los productores internacionales de ocio. Quizás sería exagerado afirmar que el ciudadano contemporáneo ha renunciado a entender su libertad en relación con su capacidad de ejercer el pensamiento crítico, y reconocer[se] la posibilidad de influir [o, al menos, interactuar cabalmente] en el curso de los acontecimientos; pero ciertamente no es descabellado afirmar que andamos en el camino de convertirnos, si no lo somos ya, en una sociedad zombi.  Es fácil imaginar que una comunidad constituida por ciudadanos carentes de ideología, de proyecto político, de pensamiento crítico; movidos ante todo por el hambre [de carne, de objetos, de notoriedad, de identidades o de ideas franquicia], y que se devoran unos a otros, puede tener sus ventajas, y por ello quizás no sean del todo desinteresados los avances en esa dirección. Pero lo que quizás sea nuevo es que sean precisamente los individuos quienes busquen, siquiera simbólicamente, reconocerse en ese estado. Resulta significativo que amplios grupos de población disfruten con la estética del muerto viviente, un ser definido por su ansia compulsiva, y que empleen una imagen tan aberrante como referente para establecer juegos de representación. Ciertamente, hay algo en su imaginario en que deslumbra un ávido deseo de renunciar a ser individuo, de integrarse en la masa, y con ello abandonar toda capacidad de agencia, pero también toda conciencia, voluntad y responsabilidad.  Evidentemente, este problema tiene que ver con las preocupaciones de Martín y Sicilia, sin embargo el interés de éstos por la moda de los zombis proviene ante todo del hecho de ser una convincente imagen del hiperconsumo, uno de los fenómenos cardinales del capitalismo, y motor no sólo del [relato del] crecimiento sino, en su reverso, de la degradación del ecosistema. En el otro ecosistema, el del capitalismo, la posesión de bienes contiene la promesa de felicidad, pero a su vez el consumo, sobre todo en sus manifestaciones más aberrantes, proporciona algunas de las imágenes que más elocuentemente preludian el anunciado colapso planetario. De estas «manifestaciones más aberrantes» constituye un buen ejemplo la histeria consumista que se desata en los días de rebajas, como los Black Friday [viernes negro, en Estados Unidos es el día después de Acción de Gracias, que inaugura la temporada navideña de compras, con rebajas significativas en los comercios] que dan título a esta exposición.  La atención de los artistas hacia el consumo compulsivo tiene dos motivos principales. Por una parte, físicamente, es un fenómeno que alimenta la sobreexplotación de recursos y la hipertrofia de residuos que constituye uno de los mayores problemas ecológicos a escala global. Por otra, en el plano ideológico, tiene que ver con la decadencia de los valores simbólicos que impide a los individuos adquirir capacidad de agencia; manejarse como ciudadanos, conscientes y consecuentes, en una sociedad civil. El consumo, de productos materiales o inmateriales, funciona como una especie de Soma que adormece a la población, entreteniéndola y desviando sus objetivos vitales hacia la adquisición de identidad por medio de la posesión de bienes [o de ideas, sueños o deseos] entre el surtido que el propio capitalismo provee. Es desde esta perspectiva, que el interés por el consumo se relaciona con la preocupación de Martín y Sicilia por la representación de eso que he llamado sujetos pasmados, asunto que sobrevoló su trabajo desde aquellos cuadros [o fotografías, tanto da para lo que aquí conviene] de 2002 hasta, pongamos, el año 2008.  Hay que decir que, en aquellos años, los personajes fueron «escapando» del cuadro y se dispersaron por la sala de exposiciones, explorando un tipo de formato [una «pintura» de siluetas recortadas, como el famoso toro de Osborne, que interaccionan en un espacio «real»] que, desde la perspectiva de la ortodoxia pictórica, es un engendro; pero que, precisamente por ello, dimensiona el problema de lo pictórico en una bifurcación de tradiciones extraordinariamente interesante, aunque esto es otra cuestión. Y puede decirse igualmente, aunque eso es otra cuestión también, que en aquellos años tomaron la alternativa, que pasaron de novilleros a vérselas con buenos toros, cuando su preocupación por los temas derivó en un sólido refuerzo de su compromiso ideológico, de modo que su trabajo comenzó a abordar problemas de considerable calado. Muestra de ello es El accidente, una obra, ahora desaparecida [por motivos curiosos pero que no vienen al caso] que pintaron a principios de 2008, y que por diferentes razones constituye el antecedente de esta exposición.  El accidente [The crash] era una composición integrada por un cuadro, donde se reconocía lo que aparentaba ser [pero no era] la imagen lúgubre de un accidente de tráfico, y dos figuras [como es habitual, las de los autores] silueteadas, que parecían salir del cuadro, como si escaparan, literalmente aunque algo malparados, del accidente. Los personajes vestían de traje y corbata, a modo de comerciales, o ejecutivos. Uno de ellos, que parecía afectado, ebrio, o puede que deprimido, se apoyaba en el otro, que posaba con el gesto firme y desafiante de quien mantiene el tipo ante el desastre, componiendo una imagen de tono épico, aunque con un evidente transfondo bufo. Hay que decir que a principios del 2008 comenzaba a hablarse en todo el mundo del problema de las hipotecas Subprime en Estados Unidos, si bien el asunto tardaría aún algunos meses en estallar en la crisis que conocemos actualmente.  No pretendo sugerir que el cuadro de Martín y Sicilia tuviera carácter profético [válgame Dios], pero la curiosa coincidencia de las metáforas que manejaban con los acontecimientos financieros que se estaban gestando a escala global da motivos para pensar que no andaban del todo desencaminados en su percepción de las dinámicas sociales que crean los contextos socioeconómicos en que tales cosas pueden pasar.  De hecho, visto con perspectiva, parece ahora de una sorprendente lucidez la insistencia de estos artistas en recrear escenas de accidentes [The crash y sus versiones posteriores], calamidades inciertas [El éxodo, 2008] o, más habitualmente, peligros indefinidos que estaban siempre fuera del cuadro [Bajo la mesa, 2007, ó Escobas en alto, 2008]. Con ello se aludía, como antes mencionaba, a los miedos sociales, pero también se situaba a los personajes en el desastre como forma de evocar un mundo que está cada vez más en precario, que se diría en la antesala de la catástrofe, que transita en el ocaso de la civilización y del sentido. La evolución posterior de la crisis, ya conocida, confirmó el hilo de aquellas intuiciones, por eso en esta exposición, el marco general para el juego de la representación es la sensación crepuscular, como de preludio del cataclismo. Si ésa es una imagen cabal de la realidad actual, entonces tal contexto necesariamente nos dibuja como supervivientes: sobrevivimos como podemos en una civilización en decadencia, que parece avanzar imparable hacia su colapso, arrastrada, en buena medida, por el señuelo de las imágenes que muestran el esplendor de la vida idílica que alcanzaremos al adquirir el atrezo necesario para ver cumplidos nuestros sueños [importados]. Entonces nos vestimos de gala, para asistir a la fiesta del capitalismo, pero estamos habitando un paisaje construido por montones de chatarra, por los desechos de nuestro modo de vida.  Martín y Sicilia están viendo ese paisaje, el de la agonía de un modelo socioeconómico que se resiste a desaparecer; sólo que para ellos lo que está en cuestión es también un modelo simbólico: el capitalismo, entre otras cosas, está construido a imagen del sistema de valores del varón, de forma que la crisis del capitalismo, en buena medida, es la crisis definitiva de la masculinidad tradicional como forma de entender [y de actuar en] el mundo.  Nuevamente, esta idea se anticipaba en El accidente, donde proponían una versión atribulada [y un tanto ambigua] de lo masculino; pero además se planteaba un argumento icónico sobre el que estos artistas han insistido bastante hasta hoy: el del automóvil roto, en la chatarra. El automóvil es un icono muy relevante. Por sus características, quizás sea el producto industrial paradigmático, y actualmente uno de los objetos que mejor representa el estatus social de los individuos. Pero, a la vez, se identifica con muchos de los valores ancestrales del macho: potencia, velocidad, competitividad, fuerza, eficacia, principio dominante y ganador [y, en su reverso, destructor y contaminante]. Mientras avanzaba la modernidad, la sociedad aprendió a identificar en el automóvil lo que antes se relacionaba con el caballo: no sólo el nuevo símbolo del estatus, sino de la energía y la potencia [trasunto de la potencia viril] que son atributos del varón. Por eso los coches, al menos los más deportivos, se diseñan para dar sensación aguerrida, de fiereza, de robustez y de una belleza firme, enérgica y triunfadora; la belleza de un depredador. Por contraste, la imagen de un automóvil roto causa una especial desazón, se diría que es un icono «sobrecargado» de significado, porque en el imaginario un automóvil roto equivale a una virilidad quebrada, y es por ello la imagen desolada del fracaso, la impotencia y la derrota. En los cuadros de Martín y Sicilia, el paisaje de la chatarra es el reverso desolado de unos sistemas productivos que fabrican objetos pero venden significados simbólicos; pero también es el paisaje alegórico del fracaso, el telón que escenifica la incapacidad del varón tradicional de gestionar las contradicciones del sistema que ha creado a su imagen y semejanza, de hacer sostenibles los modos de vida que le son afines, de gobernar el mundo que él mismo había proyectado. Es el homenaje a la impotencia del matador a quien no le queda otra que ver los toros desde la barrera.  Definitivamente el varón tradicional ha quedado en ridículo, su gestión del mundo ha sido calamitosa, y por eso, para Martín y Sicilia, su representación sólo puede ser patética. Somos unos payasos, sujetos humorísticos, figuras de pacotilla, parodias de aquello que creíamos ser. Por eso los personajes de los cuadros [o instalaciones, tanto da para lo que aquí conviene] son unos pintas, que intentan a duras penas [y su intento es harto cómico] sobreponerse a su desorientación, pero al fin están desarticulados; interiormente despedazados, como zombis, cuando sus virtudes, atributos y valores, nos han llevado a la calamidad. Se ayudan unos a otros, eso si, tropezando y a empellones como en una película cómica, componiendo entre todos una especie de orgía fofa, de un erotismo resignado. La sinfonía del desconcierto. Están, además, estandarizados. Son individuos «trajeados», con el uniforme del sector terciario en crisis, si se quiere el icono que distingue como ninguno a los líderes de la economía financiera, antaño ídolos del éxito personal en el modelo capitalista, «machos alfa» de la manada planetaria, y ahora, ridículamente cogidos por el toro.  Pero también el uniforme invoca en estos cuadros la estandarización social de la figura del varón, que ha atravesado la modernidad enfundado en el traje que convierte el dibujo de su silueta en un estereotipo. El traje simboliza los valores del sistema capitalista, pero sobre todo implica de una manera decisiva la negación de lo subjetivo, de lo particular, para permitir al sujeto ser igual a los otros [parecerse al modelo] y alcanzar el sueño de ser un estándar; un zombi sin sangre.    Tercera parte [epílogo en construcción].   La cosa no pinta bien, parecen decirnos los pintores. Y lo curioso es que lo digan, precisamente, con pintura, un sistema retórico que, como todo el mundo sabe, históricamente ha legitimado el universo androcéntrico y etnocéntrico, es decir, que ha apuntalado simbólicamente el sistema de valores cuyas contradicciones los artistas llevan años toreando. La Pintura, como disciplina y como arte vigente, es un muerto viviente: técnicamente es anacrónica [los nuevos sistemas de producción de imágenes son más eficaces y conectan mejor con las actuales expectativas de recepción]; su retórica interna está desfasada [y poca gente está educada para apreciar sus pormenores], históricamente es antipática [desde siempre empleada para representar los sistemas de poder y de sometimiento del otro] y, además, como objeto artístico no puede dejar de ser, ante todo, una mercancía en el mercado [con lo cual su potencial revulsivo parece cuestionable].  Cierto es que la pintura de Martín y Sicilia no es muy convencional que digamos, en su propuesta de despliegue, o despiece, de los elementos del cuadro, dispersados por el espacio. A la trama de la Pintura han sumado retóricas escenográficas, cinematográficas, museográficas, publicitarias y eso ha situado su trabajo en un terreno que, aunque complicado de manejar [no es familiar para nadie], precisamente por ello mantiene una frescura y una vitalidad muy interesantes. Se podrá objetar, con razón, que es pintura al fin y al cabo, una forma de arte rancia [como una tienda de marcos], moribunda [como el sujeto contemporáneo], en crisis [como la masculinidad tradicional], en extinción [como la vida que llevamos] así, que, en fin, parece lógico que sea la Pintura, como disciplina muerta, la que acoja el retrato del sujeto como muerto viviente.  Claro que, ésta, por directa y contundente, es una típica perspectiva masculina, y lo cierto es que hay otras formas de analizar la faena. En el entorno profesional de Martín y Sicilia, la decisión de pintar ya no es irreverente ni majadera, ni siquiera retiene el valor añadido de captar atención. En cambio sí es anacrónica, no tanto por estar «fuera de su tiempo», como porque ha «perdido el tiempo»: va demasiado por detrás del acontecimiento como para ser rentable en esta época definida por el espectáculo «en tiempo real». La pintura contiene, de suyo, una «mirada pausada»; mantiene una distancia necesaria con aquello que representa; por eso resulta un pésimo medio para hablar de «lo que pasa» [para relacionarse con la actualidad] y, en cambio, tiene evidentes ventajas para reflexionar sobre lo que ha pasado, o, con suerte, aventurar lo que pasará.   Éste es el trasfondo del empeño de Martín y Sicilia de abordar, pintando, la problemática representación del sujeto contemporáneo; porque un asunto así requiere su tiempo. Por eso su compromiso no se traduce en hacer denuncia con su obra, ni tampoco en apuntar soluciones. Lo que estos dos figuras pretenden es construir un puñado de imágenes con que confrontar las nuestras, dibujando siluetas con las que medirnos; dispositivos que son, en definitiva, una oportunidad para revisar nuestras representaciones.  En el proceso, Martín y Sicilia no han parado de dibujar, de ingeniar, de especular, de pintar, de construir, figuras de sujeto. Pasmadas y atribuladas sin duda, porque los tiempos no están para demasiadas alegrías. Pero este ejercicio de siluetear modelos que han hecho, con no poco humor y no poca inteligencia, contiene una postura ética de artista consecuente, que se resume en cuidar [yo diría que con ternura], a ese sujeto moribundo, buscando mantener abierta [aunque sea un resquicio] la posibilidad de su representación, y con ello apuntalar a las figuras [a veces literalmente, como se puede ver en la sala de exposiciones] y sostenerlas en el imaginario. No sé si esto podrá calificarse de compromiso político, pero nadie puede negar que, al menos, tienen buena disposición con los clientes. Porque es cierto que la cosa pinta mal, pero como dicen por ahí, tú vístete de luces, que de sombras te vestirá el toro.    Ramiro Carrillo Fernández  Invierno de 2011.   
  • 2007

    Aforo Completo. Martín & Sicilia: High Season y la postutopía del turismo invertido.  (Juan Carlos Betancourt)    Entre otras trazas posibles de inquirir, debemos la producción y reproducción de imaginarios a un fructífero desencuentro entre dos amplias condiciones ontológicas: la exclusión y la búsqueda. En el imaginario genésico, el excluido del paraíso anhelaba y buscaba recuperar la condición ideal perdida. Sin embargo, en los tiempos actuales, cuando la condición de partida es la exclusión misma, el acto de buscar pierde su carácter regresivo y se transforma en un movimiento de auto-exclusión voluntario, ejecutado con el fin de propiciar una nueva condición ideal. Mutaciones de ese aún no resuelto desencuentro entre exclusión y búsqueda han sido el rumor entre generaciones, los viajes, la literatura o, más recientemente, la publicidad y sus entelequias mediáticas. Lo imaginado, como pantalla de proyección egocéntrica, es la otredad que aspiramos tocar. La distancia que nos separa de ella intensifica su misterio, propicia curiosidades, facilita utopías, desencadena búsquedas.    Para los habitantes de la Leistungsgesellschaft o sociedad del rendimiento, basada en la mecánica disciplinaria del capital y las faenas de los ciclos de producción continuos, buscar el paraíso o condición ideal de vida perdió el encanto colectivo de hacer las cosas a lo grande. Más bien pasó a convertirse en una aspiración individual minúscula, en un deseo pedestre asociado al paraíso concreto y efímero de las vacaciones, las ofertas turísticas, los paquetes y las excursiones, las temporadas y las estaciones. Los países a la carta, la playita tropical con cocoteros y el súper todo incluido, los parques temáticos y los reservados biosféricos, los wellness-centers y los centros climáticos… bien podrían formar parte de un inventario que tuviera como tema central el sentido postutópico de la búsqueda del bienestar.   Sin embargo, para la gran mayoría de los habitantes de los cada vez más extensos mundos periféricos, el vocablo “paraíso” tiene una connotación bien distinta. Es el nombre de un bar en Tijuana donde un grupo de emigrantes se junta para contratar a un coyote que los ayude a cruzar la frontera. O la agencia de viajes donde una pareja de ecuatorianos compran billetes simulando una luna de miel para viajar a Europa. O el nombre alegórico de una patera desafiando el estrecho de Gibraltar. Para estos sujetos, paradójicamente excluidos en la exclusión, la búsqueda implica un desplazamiento radical, donde el viaje de ida no implica, necesariamente, la vuelta. Practican una suerte de turismo a la inversa, oblicuo, trasgresor, que los otros no aceptan. Es por eso que procuran llegar en silencio a la hora en que nadie los ve y hacen como si siempre hubieran estado allí.     Esos visitantes inesperados que invaden los predios y amenazan la tranquilidad doméstica de la clase media primermundista, son el tema central de la primera exposición individual que Martin & Sicilia acaban de finalizar en Berlín. Bajo el título High Season, expusieron en la galería m:a contemporary sus más recientes indagaciones en el campo antropológico de la intimidad urbana.    Procedente de las Islas Canarias, este dúo artístico, inmigrante en Madrid y posinmigrante en Berlín, relata en esta exposición sutil y exquisita, el simulacro de la hospitalidad en las sociedades del bienestar. Una instalación, 4 lienzos de gran formato, 3 más pequeños y una fotografía conformaron la exhibición que inauguró el nuevo espacio de la m:a contemporary en la capital alemana. Óleos como The Troublemaker, 2004, 140 x 300 cm.; La visita inesperada, 2005, 140 x 260 cm. y Temporada alta, 2005, 130 x 250 cm. son buenos ejemplos del miedo psicológico que padece las sociedades occidentales frente a las irrupciones de baja intensidad con que los inmigrantes van invadiendo más y más sus ricas ciudades. El uso aquí  del gran formato, poco habitual en el trabajo de estos artistas, contribuyó a resaltar el potencial expresivo de la temática expuesta.   Sin llegar a convertirse en un panfleto político de mal gusto, la agudeza de esta exposición está en la forma poco común de tratar una relación tan compleja como la que se vive entre el Norte y el Sur, entre los ricos de arriba y los pobres de abajo. Ahora bien, de ninguna manera podemos reducir el asunto central de esta exhibición a semejante polarismo. La perspicacia del arte político de Martín & Sicilia radica, precisamente, en que sus imágenes expresan la naturaleza del conflicto interior humano antes que la tematización directa del resultado nacido de dichos problemas. En esta exposición el foco central de algo tan general y abstracto como la rivalidad Norte - Sur, se desplaza concretamente a la tensión psicológica privada con que los ciudadanos de arriba experimentan la inevitable presión de los desplazados de abajo.   Citemos como ejemplo el óleo Temporada alta. Se trata de una habitación sobriamente diseñada con muebles Ikea, al gusto de jóvenes intelectuales de clase media europea. Las tres entradas de acceso a esta habitación han sido torpemente bloqueadas con tablones de madera. Los dos jóvenes se han “atrincherado” creando un refugio cool de lujo. A la defensiva y con desgano esperan o, ¿quizás vigilan?, a los posibles intrusos que amenazan invadir su único espacio de resguardo. Pero antes de que esto suceda, han tomado la precaución de establecer una barrera muy clara entre ellos y los otros que vienen o ya están dentro. El enigma de la situación nos deja en un estado de perplejidad y confusión. Lo más inquietante de toda esta autoprotección es que ambos jóvenes han reducido su radio de acción a una zona de la casa más bien sin vida o de poco uso doméstico. Se trata de un espacio de transición que bien podría ser en el que nos encontramos también nosotros como espectadores.   Este esquema ambiguo de representación, repetido con otras soluciones pictóricas en los demás trabajos expuestos, es una apertura al mundo objetivo de una juventud que consume pasivamente artículos producidos en condiciones de trabajo extremas. Baste recordar que de los 100 € que cuestan las zapatillas deportivas de marca que calza uno de los sujetos de Temporada alta, sólo 40 céntimos son destinados a la retribución del  productor. Y que los muebles de Ikea que decoran la habitación donde pretenden refugiarse, no sólo son producidos con mano de obra barata, sino también con materiales sintéticos que contienen sustancias altamente tóxicas.  
    1. Ya se sabe que la comunidad más grande de turcos fuera de Turquía vive en Berlín. Algo parecido podría afirmarse de los asentamientos sudamericanos en Madrid. Sin embargo, estas fuertes presencias culturales siguen condenadas a las licencias más comunes de la exclusión: niñeras, criadas, asistentes, prostitutas, peones, chóferes, camareros, jardineros, basureros. Carne para engordar guetos: Kreuzberg en Berlín, Cuatro Caminos en Madrid. 
      Temporada alta para quién? Las claves para indagar en la respuesta adquieren un tono de sutileza als ob, del “como si” de la apariencia, muy a lo Martin & Sicilia. Las escenas relatadas en sus trabajos no siempre son lo que parecen. Sus pesquisas no se aferran a un solo punto de vista narrativo, sino que se mueven libremente asumiendo igual la posición del sujeto que observa como la del objeto observado. Quizás esto explique, en parte, el hecho de que ellos mismos siempre se auto-representan en sus trabajos. En la instalación Los turistas, por ejemplo, hecha de madera pintada con acrílico y dimensiones variables, Martín & Sicilia emergen como dos viajeros, rodeados de muchas maletas, que esperan inútilmente por alguien que pase a recogerlos. El exceso de equipaje convierte a estos dos sujetos en pasajeros de un tour sospechoso y, al mismo tiempo, encarna la metáfora del peso que arrastramos al emigrar y de la carga material que para los otros representamos.    A nivel formal esta instalación, hecha a escala humana, crea una interesante relación espacio-espectador que fractura nuestra experiencia perceptiva tradicional. Las figuras de los dos viajeros con maletas son recortadas de su marco pictórico referencial integrándose, en el ámbito de la galería, como un objeto más a nuestra realidad inmediata. Aparentemente las demarcaciones entre la ficción representada y el espectador se desvanecen. Con este recurso los autores nos comprometen no sólo visual, sino física y emocionalmente con el tema tratado. Al diluir las fronteras clásicas del espacio plano bidimensional, los viajeros de Martín & Sicilia penetran nuestro universo inmediato, dejándonos saber que cualquiera de nosotros podría ser esa caritativa persona por la que ellos esperan ser recogidos. Esta situación creada nos pone en la disyuntiva de aceptarlos o no, con lo cual apelan con su presencia, casi real, más al sustrato de nuestra responsabilidad que a cualquier justificación parcial de nuestra ignorancia.    Pasando al mundo interior de los dos inmigrantes-viajeros que esperan, encontramos allí dos historias personales marcadas por el peso psicológico de sus recuerdos, cargando con la memoria acumulada de todo lo que fueron, lo que tuvieron y tendrán que abandonar, con la eterna preocupación por lo que pudo haber sido y no fue. Dos individuos que se enfrentan, además, a la necesidad de comprender la nueva espacialidad a la cual someterán sus vidas, desafiando los inconvenientes de una realidad diferente, procurando sobrevivir como sea en un contexto ajeno, comunicarse en una lengua extraña, etc. Cada una de estas circunstancias se revelan simbólicamente en la instalación Los turistas asumiendo el contenido y la apariencia de las maletas, sus efectos personales más próximos. Es por eso que se han tenido que disfrazar de turistas, para disimular el  exceso de equipaje y hacer menos llamativa su presencia.    De manera que ese monumental peso psicosociocultural, acentuado además por la falta de sensibilidad y representación política padecido por los inmigrantes en Europa, confiere a los “visitantes” furtivos de la High Season de Martin & Sicilia un estatus complejo. Su condición migratoria es vista como un pesado lastre que nadie quiere asumir, a pesar de que muchos se benefician de su mano de obra barata y las ganancias sin riesgos financieros que aportan. Para estos habitantes del subsuelo, hijos del contrabando y el estraperlo en las economías sumergidas, el paraíso sigue siendo otra forma de exclusión. Su motivación profunda confiere ahora al gesto de la búsqueda la forma de un correlato nihilista separado, radicalmente, del ámbito glorificador de los primeros imaginarios.   ©Juan Carlos Betancourt Independent Curator Berlin, 29.10.2005
  • 2005

    Temporada alta. (Mark Gisbourne) El regreso de la pintura figurativa está ahora en pleno apogeo. Sin embargo, y de manera fortuita, ha sido despojada de la necesidad de enfrentarse al viejo debate abstracción-figuración, o incluso a la “verdad” fotográfica enfrentada a lo “real” de lo pictoricista, habiendo ambas posturas seguido la historia de la pintura desde los 60. Pintores como el tándem José Arturo Marín y Javier Sicilia, han esquivado estas cuestiones en un flujo libre de expresión que niega esos argumentos pasados de moda y molestos. El uso de la fotografía, la postura y la composición, forman un todo con su mentalidad y práctica pictórica compartida. Concebidos estratégicamente, los cuadros de Martín y Sicilia se aproximan escrupulosamente a los contenidos tanto de la narrativa como del cuadro vivo. Frecuentemente situados en escenarios tanto domésticos como públicos, la tendencia o temática es la de cambio o distanciamiento. Está se formula frecuentemente a través del mundo de post-adolescentes o jóvenes. Dentro de esta unidad elogiosa, el papel de las diferentes etnicidades y el desplazamiento está frecuentemente resaltado y articulado en sus cuadros. Las figuras están cómodas y sin embargo son extrañas las unas a las otras, una identidad y desplazamiento que los pintores Martín y Sicilia comparten mediante la participación en las imágenes. La identidad con y el distanciamiento de, son sugeridos de manera similar en sus escenarios, el tapiado de habitaciones en su piso de Madrid, o las ventanas con barras en una escena de calle en Prenzlauerberg, intensificado por el hecho de la yuxtaposición del grupo de jóvenes a un graffiti de pared... en sí mismo un producto común de la alienación declarada y la disociación. Algo que los artistas enfatizan mediante el uso de sus pinturas recortadas, juntas pero separadas, itinerantes pero compartiendo una proximidad personal. Ambos pintores proceden de Tenerife, puede ser que esto enfatice el doble concepto de isla y aislamiento, ambas palabras significando “hacer una isla de: poner en una isla” (isla), y “ser colocado en una situación separada como una isla (aislar). Todas las figuras enfatizan una forma de vínculo, pero un vínculo que está construido de forma híbrida y flexible mientras nos enfrentamos al mismo tiempo con extrañas incertidumbres. ¿Es un cuadro o es una historia? Viviendo en Madrid, aunque recientemente durante un tiempo en Berlín, los pintores Martín y Sicilia representan parte de la nueva tendencia a volver a utilizar el cometido de la figuración, a generar nuevas formas de significado narrativo en lo que se consi- 3 deraba hasta hace poco un mundo post-narratológico. Por lo tanto, los artistas visitan con frecuencia el Prado y un compromiso pro-activo con la magnífica historia de la pintura barroca española les enseña a ser intrépidos en este sentido. Lo que es único y menos usual, sin embargo, es que los cuadros están hechos en común, y ellos rechazan cuestiones como la sicopatología de la soledad tan frecuentemente asociada con el pintor aislado en su estudio. Dentro de este contexto su trabajo pictórico es simultáneamente pluriforme y unificado, ya que hablan como uno solo, algo no inmediatamente aparente ya que se expresan mediante sus diferentes personalidades. Aunque puede que no estén tranquilos en el mundo, parecen haber encontrado su camino mediante una identidad compartida como pintores. Su amor por Cervantes y su novela Don Quijote, sugiere, quizás, una afinidad compartida con otra extraña pareja. Corresponde al espectador decidir quién es el caballero y quién el escudero. Y para concluir con un dicho popular inglés, “¿de que te quejas? Tienes dos por el precio de uno”.   © Mark Gisbourne Historiador de Arte, curator y crítico. Viernes, 23 de septiembre de 2005                       You can find technical details in High Season Catalogue
  • 2002

    Relatos de bolsillo. Del efecto parodia a la metafísica de lo cotidiano. (Santiago B. Olmo).   Para comprender el sentido y el alcance de la obra de José Arturo Martín y Javier Sicilia, que forman un equipo de trabajo que lleva sus nombres y apellidos por orden alfabético, no queda más remedio que recurrir al catálogo de su muestra Vidas Ejemplares en la Sala de Exposiciones del Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife en mayo de 1997 y seguir el texto de Ramiro Carrillo a través de su estilo hagiográfico, horadado de humor, doble sentido y sarcasmo literario. La publicación se presenta como un álbum de cromos, apaisado y en papel algo amarillento. En sus páginas aparecen los huecos en blanco donde el lector deberá recortar y pegar las imágenes de los cuadros que se adjuntan al final impresas en hojas de pegatina (sticker, not. para el trad.). El tono de simulación irónica y parodia invade la obra, y se presenta ya en el propio título, Vidas Ejemplares como un planteamiento de principios: texto y obras proponen un recorrido biográfico (a pesar de su brevedad entonces y ahora ofrece suficientes elementos como para construir una bio-ficción) de ambos artistas como grupo. Todas las obras de la exposición son pinturas e inciden en escenas y aspectos anecdóticos y triviales de la vida cotidiana de los artistas que son ensalzados a una grandeza de unicidad a través de una simulación de efectos: un dispositivo de ficción-realidad transmitido por una pintura basada en la banalidad formal de la instantánea fotográfica. Así, el primer cuadro que abre la página de presentación representa a José Arturo Martín y a Javier Sicilia (este último cubriéndose el rostro con una mano, en actitud de desesperación) en un primer plano, en blanco y negro, de espaldas a un espejo. La nota al pie aclara que "el ascensor se ha parado entre dos pisos y están dudando entre pedir ayuda o sentarse a disfrutar de no estar en ningún sitio". A medida que nos adentramos en el texto de Ramiro Carrillo y vamos viendo la sucesión de momentos estelares de su vida común elevados a pintura de historia, empezamos a entender el alcance corrosivo de los objetivos de nuestros artistas, que ejemplifican a través de su experiencia cotidiana algunos de los instantes e imágenes de la trivialidad contemporánea al modo de una narración costumbrista: "En el supermercado hay de todo, pero Javier Sicilia escoge sus alimentos con sumo cuidado, porque sabe que una persona es lo que elige comer" representa al artista eligiendo productos alimenticios en unas estanterías de una gran superficie. Con unas mayores dosis de sarcasmo la siguiente imagen representa el momento en el que "En los urinarios del museo, José Arturo Martín está meditando sobre las obras que acaba de ver, y se pregunta hasta qué punto influirán en su trabajo futuro". Esta pintura plantea de un modo brutal, desde la narración de corte hagiográfico, una conexión paródica tanto con la pintura de historia del siglo XIX como con la tradición del realismo socialista que aborda la vida y hechos heroicos de los artífices de la revolución soviética de Lenin a Stalin, y también con la tradición pop y Duchamp. El trabajo de José Arturo Martín y Javier Sicilia resulta inclasificable y perturbador dentro de las actuales estructuras normativas y convencionales del arte en España, ya que se distancia del gag ingenioso o del jeroglífico de la pintura de Angel Mateo Charris, así como de la pintura neo-metafísica valenciana que se aglutina a finales de los noventa en exposiciones como Muelle de Levante. Sin embargo es posible rastrear algunos antecendentes y referentes a partir de algunas de sus estrategias pop en relación a las iconografías y al sentido de las imágenes. En primer lugar, el punto de engarce con la tradición se establece con la reflexión que realizan en los años sesenta y setenta Equipo Crónica y Equípo Realidad (ambos grupos estaban basados en Valencia) sobre la pintura de historia a partir de una perspectiva pop y política y una relectura del realismo socialista desde una perspectiva española y las aportaciones del nouveau-réalisme, en el que por cierto participó muy activamente Eduardo Arroyo. En segundo lugar hay que situar el papel que desempeña la fotografía como punto de partida de la pintura y la importancia de la documentación de lo cotidiano que se resuelve como una acción y que más recientemente adquirirá en obras fotográficas y en instalaciones ambientales una gran importancia. El texto de Ramiro Carrillo delinea desde el relato de la "vida ejemplar" una narrativa paródica en la que se entremezcla la realidad con una ficción disparatada pero verosímil y plausible. José Arturo Martín y Javier Sicilia se conocieron siendo compañeros en la Facultad de Bellas Artes de La Laguna en Tenerife (Islas Canarias) y fueron encontrando tan claras convergencias que decidieron trabajar en grupo y junto a otros compañeros formaron el Grupo Apolo, que recibió este nombre por reunirse en un bar del mismo nombre en La Laguna. Más tarde consideraron que el talante crítico y complementario de sus producciones permitiría realizar una obra conjunta en la que confluyeran "problemáticas sociales" y "expresiones artísticas alternativas" pensando además que "adoptar posturas artísticas críticas contra el sistema fuera uno de los métodos más eficaces de encumbramiento artístico". Ramiro Carrillo habla en su texto que más tarde bajo la influencia de artistas como Walter Hausing, Gertrud Möller y Mario Tagliati a quienes supuestamente conocieron en diversos talleres, cursos y seminarios en La Laguna decidieron dirigir su trabajo hacia una crítica del mercado del arte. Sin embargo a pesar de innumerables pesquisas en bibliotecas y centros de documentación, así como en internet, no se ha podido verificar ni la existencia de estos artistas ni la veracidad de la información que aporta Ramiro Carrillo, por lo que hay que considerar desde una perspectiva borgiana (Jorge Luis Borges, nota para el traductor) que se trata de una fabulación más en este enredo "ejemplar" de coincidencias y contradicciones. Fruto de esa decisión es la exposición Nos ponemos por los suelos, que duró apenas 72 horas, pero en la que las obras tenían precios tan simbólicos como irrisorios y se adoptaba el estilo de comercialización de rebajas, ofertas y promociones propios de las grandes superficies: toda la obra fue vendida, al contrario de lo que suele suceder en toda primera exposición de cualquier joven artista. La obra pictórica que centra la exposición Vidas Ejemplares retrata y documenta la vida cotidiana de los artistas y presenta momentos de encuentro y conversación con otros artistas, y esta vez todo responde a la veracidad y a la realidad: una conversación en el estudio del pintor canario Gonzalo González, una tarde de sábado a la hora de la merienda en casa de Dokoupil mientras los tres juegan a las imitaciones y una cena con el propio Ramiro Carrillo en un popular restaurante de Santa Cruz de Tenerife, en la que "mantienen una norma: nunca hablar, ni acordarse siquiera, del arte". En obras posteriores aparecerán otros personajes y artistas de su entorno como en "José Arturo Martín & Javier Sicilia haciendo un interrogatorio a Ernesto Valcárcel, Ramón Salas y Juan Hidalgo con Monet" de 1998 en la que las siluetas pintadas sobre madera recortada de los personajes destacan sobre el fondo blanco de la pared en una especie de escenario ausente, flotante, virtual, de ningún lugar. El recurso de las siluetas de madera pintada será utilizado en numerosas instalaciones en las que se engarzan las referencias a las tramoyas teatrales de las escenografías móviles con los recursos del trompe-l'œil. La simulación es un recurso básico para generar el disparate y la contradicción de lo visual, y se encuentra ligada a las dimensiones lúdicas que ofrece siempre una puesta en escena en la que se intercambian los papeles a través de máscaras y caretas que reproducen sus propios rostros, el disfraz y la suplantación de identidades en contextos narrativos disparatados que rozan lo grotesco sin tocarlo para profundizar más que en la ironía en la dimensión paródica de la vida. Pintura y fotografía aparecen ligados de una manera sutil. Tal y como ha venido ocurriendo en las dos últimas décadas a través de estrategias plásticas y visuales provenientes del pop, la pintura ha aceptado, asumido e incorporado la mirada fotográfica más como una perspectiva que como un estilo: el uso del encuadre y del reencuadre fotográfico para construir la escena, la utilización de la fotografía como un bloc de notas o un cuaderno de apuntes, la trasposición a la pintura de los hechos y momentos de los que se ocupa hasta la saciedad la instantánea común del foto-aficionado. En la obra de José Arturo Martín y Javier Sicilia fotografía y pintura se superponen y se suplantan en una especie de mutua persecución que muestra un modo paradójico de convergencia irreconciliable que se sitúa entre la idea de representación, el estilo, el discurso plástico y el sustrato de algo tan indefinible y a la vez concreto como la idea de lo pictórico. Entre 1998 y 2000, mientras avanzan los trabajos de carácter fotográfico y el uso de herramientas digitales, la pintura tiende a remitirse a las tonalidades cromáticas de una cierta mala pintura decimonónica que puede rastrearse en los imitadores y continuadores de Courbet. Piezas como "Alegoría real determinante de una etapa de cuatro años de la vida artística de José Arturo Martín y Javier Sicilia" (1999) reestructura en clave paródica, con personajes actuales del mundillo artístico español, el conocido cuadro de Courbet El estudio del pintor - Una alegoría de la vida real. Pero más allá de las referencias iconográficas y los evidentes homenajes, domina en las obras pictóricas de este periodo una manera de situar la luz en un cierto tono tenebroso, post-romántico, del que se nutre (nuevamente) la pintura de historia y monumental. Lo que antes fue representado desde la pintura se plantea ahora en formato fotográfico, recuperando así el elemento de boceto que para su pintura ha constituido la fotografía. La fotografía más reciente, realizada en grandes formatos y adoptando una perspectiva panorámica, abre la mirada hacia los espacios privados y cotidianos, ofreciendo un fresco de la grandeza y el misterio que aparece en lo banal. En los espacios interiores de casas y espacios públicos, diversos personajes (entre los que casi siempre se encuentran ambos artistas) se dedican, ensimismados, a todo tipo de actividades triviales: lavar platos o recoger la cocina, mientras alguien más se viste en una habitación o se ducha en el baño, desde un momento de descanso en una exposición de muebles a los urinarios del museo (que en Vidas Ejemplares ya apareció como una imagen pictórica). Este trabajo se integra en una sensibilidad internacional que se ha desarrollado especialmente a partir de finales de los años noventa y rebasando cualquier aspecto propiamente documental, apunta hacia climas narrativos de interioridad psicológica, al modo, también misterioso e inquietante, en el que Vermeer y algunos otros pintores de género holandeses del XVII expresaron la soledad y el desconcierto de sus contemporáneos. El esquema básico de las imágenes en ciertas obras de Jeff Wall o Philip Lorca di Corcia, dos de los principales pioneros y exponentes más intensos de esta línea de trabajo, remite a una cuidada reconstrucción teatral, al impasse de un fotograma cinematográfico, al fragmento de un story board: ficción del movimiento para una imagen estática, escenificación de la naturalidad para sugerir el misterio de lo que está a punto de ocurrir pero aún no acontece, una dimensión climática que puede llegar a ser sobrecogedora y sugiere la tensión a sangre fría de una temporalidad lenta propia del thriller psicológico contemporáneo. La posterior profusión de este tipo de imágenes fotográficas parece haber concluido en una corriente normalizada del lugar común, en una manifiesta indefinición argumental y estilística. Sin embargo en las imágenes de José Arturo Martín y Javier Sicilia hay elementos y objetivos sustanciales que nos distancian tanto de la repetición iconográfica como de esquemas cerrados. Su reflexión se basa en una documentación vital, emocional y psicológica de sí mismos, ya que son a la vez mirada y sujeto fotográfico, los espacios son "sus" espacios y los demás personajes sus amigos y compañeros. Tal y como ocurría en su obra pictórica de los años noventa. Es precisamente la tensión ficcional y mitómana de lo autobiográfico lo que sustancialmente determina una narratividad que es memoria inmediata y sugerencias metafísicas. En todo este marasmo se inmiscuyen como invitados imprevisibles el humor y la parodia. Es por todo ello que lo paródico contiene, a pesar del humor, un peso trágico y reflexivo
  • 2001

    Nos ponemos el mundo por montera . Todos los negritos tienen hambre y frío. (Ángel Molla)   JOSE ARTURO MARTIN Y JAVIER SICILIA Frente a la catástrofe programada es el claro titulo de una nueva invitación a la mirada piadosa, si bien de otro tipo. La “simpatía” sería aquí algo más que cierta cualidad graciosa que hace que los otros no caigan bien (y ellos saben mucho de esto). La simpatía de la que hablamos sirve, más bien, para reconocer en el otro a un “semejante” (aunque no se nos parezca), para ser capaces de ponernos en lugar de ese “prójimo” (aunque no sea culturalmente próximo o venga de otro lugar), para sentirse cerca de ese “pariente lejano” que no hemos invitado a venir a vernos (pero se presenta en nuestra casa sin avisar). Ya decía Hume que la simpatía, al ponernos en el lugar del otro, es el fundamento de toda ética.
    1. A. Martín y J. Sicilia hacen suyas las palabras que Ramón Ferri – en su informe sobre Las “zonas internacionales” de retendión – pone en boca de un supuesto funcionario de inmigración (en un puesto fronterizo perdido):
      Has podido escapar de tu país; has podido atravesar cientos o miles de kilómetros hasta llamar a nuestra puerta; has podido hacerlo con la documentación preceptiva; has tenido la posibilidad de ahorrar algún dinero, sorteando otros de los requisitos … pero se acabó la fiesta: pasa a este territorio inexistente y espera a que te devolvamos a donde nunca debiste soñar con salir, a tu tierra.   En el fondo, el único argumento para justificar la barbarie sería aquella boutade de antes: que uno es “ natural de donde nace”, “nativo de su nación” o “paisano de su país”. Por eso la única estrategia eficaz que puede adoptar un inmigrante ilegal es ocultar su nacionalidad: sólo así no será devuelto a su origen ( y esta expresión no deberá entenderse en el sentido que le daba Heidegger, sino en el de los funcionarios de correos). Ya decía otro correligionario del alemán, Rudolf Steiner, con esa profunda “espiritualidad” que caracterizó a ambos: la “esencia” de cada pueblo está intimamente ligada a su territorio, pues ambos comparten su aura (en un sentido no benjaminiano); por lo tanto, nada se gana perdiendo el hogar natal salvo las iras de los ángeles guardianes del suelo patrio ( y añadimos nosotros: y de los guardias fronterizos). Esto sería – pensaba el teósofo austríaco – ir contra las leyes de la naturaleza, es decir, de la evolución, de la reencarnación y de la propia esncia. Sólo hay un crimen peor que cambiar de patria: mezclar las razas. Por eso los transgresores tienen bien merecida su reclusión en ese “territorio inexistente” o “no lugar” (por emplear el mismo término que hará suyo Magnolia Soto) que son las llamadas zonas internacionales de retención : esa suerte de “limbo legal” o purgatorio donde los inmigrantes son aislados e inmovilizados, a menudo durante largos períodos de tiempo. Por eso nuestros dos artistas esta vez  -  y sin recato, según tienen por costumbre  - de guardianes del orden (¿natural?) ejerciendo algunas de sus tareas oficiales y otras oficiosas (con no menos abnegación). La farsa en formato polaroid que escenifican estos artistas, sin embargo, no debe ser tomada a risa, por mucho que esta sea una de sus armas habituales. Se trata, de nuevo, de la verdad de las máscaras, pues las máscaras que disfrazan a nuestros artistas – guardianes (con su propio rostro) no son sino la otra cara de las que llevan los aspirantes a trabajador : negritos idénticos entre sí como un rostro fotocopiado a otro. Las máscaras de la “identidad colectiva” – ya lo sabemos demasiado bien- nos hacen a todos mucho más identicos de lo que somos, pues sólo el reconocimiento de nuestra “identidad personal” nos da algo más que un DNI o un pasaporte: derechos, por ejemplo. Pero cuando los otros son considerados como una masa indiferenciada, como un colectivo de extraños idénticos entre sí, tampoco nosotros podemos esperar demasiada igualdad (por no hablar de libertad y dignidad). Indiferente a cualquier reflexión o argumento, la tradicional xenofobia popular, más que rentabilizada políticamente, se renueva hoy ante la inmigración africana: xenofobia más que contradictoria en un pueblo que, en gran medida, desciende de inmigrantes y hasta hace poco ha tenido que emigrar para escapar de la miseria. No menos escandaloso y paradójico es el modo interesadamente selectivo con que se aplica esta exclusión del forastero y de lo “foráneo”.      
  • 2000

    Los impostores. Esto no es un cuadro. (Ángel Mollá).Queridos amigos, que no cunda el pánico: tampoco esto es una carta; pero, antes que nada, quiero agradecerles que me hayan convocado como testigo presencial de su estimulante ceremonia de travestismo pictórico y fotográfico .También me veo obligado a añadir , sin embargo y en primer lugar, que como reporteros gráficos no parecen reunir los requisitos habituales de éstos: la afectada falta de distancia que tanto propicia la manipulación y los premios foto-periodísticos, o ese nulo amor a la verdad , mezcla de inmediatez sentimental y verosimilitud estereotipada .Y en segundo lugar, tengo que señalar que el delirante repaso que Vdes. hacen a los temas y géneros históricos de la pintura delata algo bien distinto de aquel afán nihilista y pedante por saquear temas y estilos del pasado cultural que tanto obsesionó a partir de los ya lejanos (y rancios)80. Vdes. saben mejor que yo que ni el mito ni la historia pueden salvarnos : el "fondo de armario", como Vdes. dicen, es tan amplio que cualquier nueva "identidad a medida" tendrá una fecha de caducidad demasiado corta. Ni siquiera una identidad mutante (o "nómada" , como se decía hasta hace poco) consigue ocultar el carácter trágico de esa búsqueda. Lo que si parece claro es que esa identidad nunca podrá volver a ser "originaria" ni mucho menos "natural" , pues , a estas alturas , tanto las "raíces" como las "esencias" no son otra cosa que indigestos ingredientes de un brebaje venenoso que ningún artista inteligente y honesto contribuye hoy a aderezar. Frente a tal deleznable potaje, caldo de cultivo como sabemos de algunas patologías éticas y estéticas más letales del cambio de siglo , nada más saludable que las descreídas máscaras que Vdes. proponen: un pequeño y simpático difraz para el carnaval de la cultura contemporanea que , por no pecar , no peca ni de mestizaje piadoso ni de exotismo multiculturalista(lo del "asesino del sushi" no es sino un bello misterio bufo). También tengo que coincidir con Vdes. en la pertinencia del recuerdo fabulado de algún que otro fenómeno inquietante, a la vez dramático y banal: por ejemplo, que aún hay quien sueña que el ingenio y el talento se conviertan en billetes verdes (sobre un fondo de arcadia renacentista); que hay quien, disfrazado de héroe de pacotilla, dispara y pisotea a sus semejantes ; que hay quien querría descubrir a su príncipe azul tras una mascarilla verde y a la fría luz de un quirófano; que hay quien colecciona cabezas de los grandes hombres del pasado ( y, como decía alguien, es capaz de leer más cosas en su efigie que en sus obras completas ); que hay quien abandona este mundo, sin desconectar el televisor y el móvil , tras haber puesto la lavadora( por si acaso); o que acaso el arte pueda ser reprimido por una travesura del menos indicado. En fin , como Vdes. dicen, quizás todo consista en señalizar con un poco de gracia y otro poco de astucia el incierto camino: dejando miguitas o adornando con farolillos y guirnaldas el claro del bosque, n o sea que vaya a aparecer con toda su pompa el genius loci o el mismísimo Ser (en mayúscula) y se acabe la fiesta. Sea como sea , no quisiera acabar esta (no) carta si agradecerles sus valiosos cuadros vivientes , en los cuales pintura , teatro y fotografía , ficción y verdad , arte y vida juegan al escondite como si nada. En el fondo, el silencio en blanco y la inquietud del no saber qué decir no merecen mejor respuesta que una roja nariz de payaso. No saben cuánto me alegro de esta "bufonería trascendental" nada tenga ya que ver con aquella enfermiza ironía romántica : enterremos al artista revolucionario con el respeto que se merece y pongámonos por un momento su uniforme para saber qué se siente cuando uno va a enfrentarse solo con el mundo o lo que viene a ser lo mismo a salvar a la Humanidad (y, de paso, al Arte). Es importante vestir sólo un momento aquel gastado uniforme, no vaya a ser que la nueva identidad postiza, con la costumbre o el hábito (dos metáforas inadvertidas del disfraz), llegue a convertirse en una segunda naturaleza. Claro que esto es algo le puede suceder también a quien vaya de cirujano del mundo o al que toma por costumbre dominar desde lo alto de un caballo, por no hablar del dando o de la coqueta. Y aunque sólo fuera por estas verdades ( que son también las más valiosas sugerencias ), no quisiera dejar de expresarles de nuevo mi agradecimiento, así como la más alta consideración de su trabajo de la amistad que me honran. Queda a su disposición.   JOSE ARTURO MARTIN Y JAVIER SICILIA Frente a la catástrofe programada es el claro titulo de una nueva invitación a la mirada piadosa, si bien de otro tipo. La “simpatía” sería aquí algo más que cierta cualidad graciosa que hace que los otros no caigan bien (y ellos saben mucho de esto). La simpatía de la que hablamos sirve, más bien, para reconocer en el otro a un “semejante” (aunque no se nos parezca), para ser capaces de ponernos en lugar de ese “prójimo” (aunque no sea culturalmente próximo o venga de otro lugar), para sentirse cerca de ese “pariente lejano” que no hemos invitado a venir a vernos (pero se presenta en nuestra casa sin avisar). Ya decía Hume que la simpatía, al ponernos en el lugar del otro, es el fundamento de toda ética.
    1. A. Martín y J. Sicilia hacen suyas las palabras que Ramón Ferri – en su informe sobre Las “zonas internacionales” de retendión – pone en boca de un supuesto funcionario de inmigración (en un puesto fronterizo perdido):
      Has podido escapar de tu país; has podido atravesar cientos o miles de kilómetros hasta llamar a nuestra puerta; has podido hacerlo con la documentación preceptiva; has tenido la posibilidad de ahorrar algún dinero, sorteando otros de los requisitos … pero se acabó la fiesta: pasa a este territorio inexistente y espera a que te devolvamos a donde nunca debiste soñar con salir, a tu tierra.   En el fondo, el único argumento para justificar la barbarie sería aquella boutade de antes: que uno es “ natural de donde nace”, “nativo de su nación” o “paisano de su país”. Por eso la única estrategia eficaz que puede adoptar un inmigrante ilegal es ocultar su nacionalidad: sólo así no será devuelto a su origen ( y esta expresión no deberá entenderse en el sentido que le daba Heidegger, sino en el de los funcionarios de correos). Ya decía otro correligionario del alemán, Rudolf Steiner, con esa profunda “espiritualidad” que caracterizó a ambos: la “esencia” de cada pueblo está intimamente ligada a su territorio, pues ambos comparten su aura (en un sentido no benjaminiano); por lo tanto, nada se gana perdiendo el hogar natal salvo las iras de los ángeles guardianes del suelo patrio ( y añadimos nosotros: y de los guardias fronterizos). Esto sería – pensaba el teósofo austríaco – ir contra las leyes de la naturaleza, es decir, de la evolución, de la reencarnación y de la propia esncia. Sólo hay un crimen peor que cambiar de patria: mezclar las razas. Por eso los transgresores tienen bien merecida su reclusión en ese “territorio inexistente” o “no lugar” (por emplear el mismo término que hará suyo Magnolia Soto) que son las llamadas zonas internacionales de retención : esa suerte de “limbo legal” o purgatorio donde los inmigrantes son aislados e inmovilizados, a menudo durante largos períodos de tiempo. Por eso nuestros dos artistas esta vez  -  y sin recato, según tienen por costumbre  - de guardianes del orden (¿natural?) ejerciendo algunas de sus tareas oficiales y otras oficiosas (con no menos abnegación). La farsa en formato polaroid que escenifican estos artistas, sin embargo, no debe ser tomada a risa, por mucho que esta sea una de sus armas habituales. Se trata, de nuevo, de la verdad de las máscaras, pues las máscaras que disfrazan a nuestros artistas – guardianes (con su propio rostro) no son sino la otra cara de las que llevan los aspirantes a trabajador : negritos idénticos entre sí como un rostro fotocopiado a otro. Las máscaras de la “identidad colectiva” – ya lo sabemos demasiado bien- nos hacen a todos mucho más identicos de lo que somos, pues sólo el reconocimiento de nuestra “identidad personal” nos da algo más que un DNI o un pasaporte: derechos, por ejemplo. Pero cuando los otros son considerados como una masa indiferenciada, como un colectivo de extraños idénticos entre sí, tampoco nosotros podemos esperar demasiada igualdad (por no hablar de libertad y dignidad). Indiferente a cualquier reflexión o argumento, la tradicional xenofobia popular, más que rentabilizada políticamente, se renueva hoy ante la inmigración africana: xenofobia más que contradictoria en un pueblo que, en gran medida, desciende de inmigrantes y hasta hace poco ha tenido que emigrar para escapar de la miseria. No menos escandaloso y paradójico es el modo interesadamente selectivo con que se aplica esta exclusión del forastero y de lo “foráneo”.      
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  • 1996

    Vidas ejemplares. La verdadera historia de José Arturo Martín y Javier Sicilia.     (Ramiro Carrillo).         Poca gente sabe que Javier Sicilia y José Arturo Martín ya se conocían antes de encontrarse como compañeros en el primer curso de la Facultad de Bellas Artes de La Laguna: en varias ocasiones habían coincidido en asambleas de un grupo de amigos de la naturaleza, de ecologismo militante, llegando a colaborar en algunas campañas, sin que su trato fuera más allá de la cordialidad. Desde hacía tiempo, José Arturo acostumbraba a pasar tardes enteras, mientras duraba la luz, dibujando extasiado paisajes en la zona norte de la isla, donde su familia tenía una casa de campo. Javier Sicilia practicaba con pasión la escalada, y trataba de expresar, en su torpe pintura de entonces, esa especial comunión que los escaladores sienten con la montaña. Al comenzar los estudios de Bellas Artes, su conexión fue inmediata. Compartían entonces un ilusionado entusiasmo por la posibilidad de un arte que pudiera ayudar a cambiar la sociedad, a convertir el mundo en un lugar mejor. Junto a otros compañeros, fundaron un grupo al que denominaban "colectivo Apolo”, porque se reunían en un bar del mismo nombre en La Laguna, donde organizaban periódicamente tertulias artísticas. Estos debates, que generalmente acababan en resaca, eran considerados por sus detractores como una sucesión de proclamas de activismo juvenil, más pretenciosas en su exaltación y en el radicalismo de sus propuestas, que enriquecedoras por la comprensión de los problemas artísticos o al menos la profundización en ellos; pero es indiscutible que sirvieron para situar a José Arturo Martín y Javier Sicilia en el terreno intelectual donde la idea de arte entra en crisis. Aquellas inquietudes fueron el detonante para un conjunto de obras individuales que pretendían responder a ese radicalismo de ideas: José Arturo Martín pintaba temas de problemática social y Javier Sicilia experimentaba expresiones artísticas alternativas. Fue a raíz de su cooperación como voluntarios en una organización de ayuda al tercer mundo, cuando descubrieron el potencial del trabajo en grupo para realizar actividades con un fuerte compromiso crítico, y decidieron hacer una prueba, pintando en conjunto dos proyectos específicos, pensados para ejercer un cuestionamiento crítico del contexto donde se mostrarían. Me refiero a su colaboración en una exposición de obras de decenas de artistas en escaparates de comercios, con una pieza en que se representaban colgados de ganchos como si fueran piezas de carne, objetos comerciales inanimados; y a su participación en un concurso regional de artes plásticas con un cuadro que señalaba el localismo de tal evento. Su bienintencionado objetivo era denunciar la supuesta instrumentalización que el sistema hacía del hecho artístico; pero ocurrió algo que ninguno de los dos esperaba: no sólo comprobaron el escaso potencial agitador de las propuestas de ese tipo, sino que además obtuvieron un cierto éxito; me refiero a tanto éxito como pueda alcanzar una obra realizada por alumnos de Bellas Artes. Extrañados por este fenómeno, José Arturo Martín y Javier Sicilia llegaron incluso a pensar que quizás adoptar posturas críticas contra el sistema fuera una de los métodos más eficaces de encumbramiento artístico. Coincidió que en aquellos meses conocieron, en cursos o talleres de pintura, a varios artistas de gran relevancia y firme posición en el mercado internacional  -nombres tan importantes como Walter Hausing, Gertrud Möller o Mario Tagliati-, y quedaron fascinados, tanto por su trabajo como por las facilidades que su prestigio les proporcionaba para acometer proyectos artísticos de gran envergadura. La obra y el mundo de estos artistas, unidos al vértigo causado por su creciente reputación local, ejercieron tal seducción sobre ellos que comenzaron a pintar con la ilusión puesta en hacerse un hueco en el mercado. El resultado fue su primera muestra conjunta: “Nos ponemos por los suelos”, una exposición- instalación de 72 horas, con la que intentaban afianzarse como artistas de élite en el mercado del arte contemporáneo. “Precios estrella y grandes rebajas en una exposición relámpago, pensada para todos los bolsillos”, anunciaban. La operación de marketing quedó completa con un díptico promocional, informativo de la obra disponible, de sus precios, así como de las ofertas para su adquisición. La iniciativa resultó un gran éxito comercial y de público, que no se vio empañado por la acción de protesta que protagonizaron varios integrantes del “colectivo Apolo” quienes, impecablemente vestidos de negro, escenificaron la traición de Judas y dieron lectura a un manifiesto, tras lo cual abandonaron, indignados, la inauguración de la muestra. Esta actitud de sus antiguos compañeros no afectó demasiado a José Arturo Martín y Javier Sicilia. Satisfechos por las ventas y la repercusión obtenida, decidieron emplear el dinero en viajar a Nueva York, la ciudad emblema del arte contemporáneo. Estuvieron allí dos meses, viviendo en el Soho, en un pequeño apartamento que les dejó una amiga. Pasaban días enteros en los museos, iban a las galerías de arte, a las escuelas, a los centros de arte alternativo; cuando podían visitaban estudios de artistas, conocían a sus marchantes, asistían a las inauguraciones. Aprovecharon, por tanto, la oportunidad de asomarse al mundo que tanto les atraía, de conocerlo desde dentro. Y la sorprendente reacción al codearse con lo que constituía sus más altas aspiraciones fue de desencanto, al quedar hastiados de las exigencias del ambiente competitivo del mercado y desilusión, cuando comenzaron a sospechar que sus artistas preferidos se habían convertido en productores de selectos objetos decorativos. A su vuelta, arrepentidos de haberse dejado seducir por la tentación de la popularidad y el éxito, realizaron un proyecto que trataba de ser una autorreconciliación, a la vez que una declaración de intenciones: pintaron su estancia en un refugio en las montañas de los Alpes suizos, donde querían, según sus propias palabras “abandonar una sociedad desencantada y sin valores para compartir momentos de soledad y meditación, en armonía con la Naturaleza, con la única compañía de unos sencillos animales de granja”. Esa clausura simulada era metáfora y anuncio del auténtico retiro que realizaron, sin moverse del sitio, en los meses siguientes: aplazaron su trabajo conjunto para centrarse en el desarrollo de sus respectivas obras individuales, (no olvidemos que José Arturo Martín y Javier Sicilia es un proyecto artístico concreto, nunca ha sido su actividad exclusiva); abandonaron su compromiso público y su activismo para dedicar más tiempo a su desatendido círculo familiar y de amistades; y sobre todo, arrinconaron sus anteriores ambiciones artísticas, y se concentraron por entero en el estudio de sus lenguajes plásticos y en la profundización en sus referencias culturales. Fue el descubrimiento del enorme peso de la memoria cultural en sus obras lo que les llevó a retomar, no sin largas discusiones, su actividad conjunta, con la intención de explorar sus orígenes, de revisar la naturaleza de las claves pictóricas que eran comunes a ambos. Una vez más, Javier Sicilia y José Arturo Martín  se encerraron en el estudio, trabajando día y noche, con la constancia y el tesón que, con frecuencia, les mantienen pintando hasta que caen, rendidos, en alguno de los pintarrajeados sillones del taller. Los cuadros de esta etapa eran composiciones donde se representaban a ellos mismos protagonizando, como en un teatro, escenas aparentemente triviales, pintadas en un estilo naturalista estudiadamente neutro, que sólo tras un examen más atento desvelaban precisos comentarios sobre las raíces de su formación intelectual:  la profunda influencia de la tradición clásica, superviviente a su negación por las vanguardias; la relación romántica del artista con la Naturaleza; la presencia incuestionable de las aportaciones de Giotto, Leonardo y Velázquez al concepto mismo de representación; o el problema de la pintura naturalista después de la fotografía, después de Duchamp. A la luz de esta herencia, revisaban la idea misma de artista y trataban de observar su compleja función en el sistema. Algunos de estos cuadros se mostraron en la importante exposición colectiva “Figuraciones Indígenas”, que visitó las principales capitales canarias. Esta obra, compleja, sofisticada y culta, no tuvo tan buena acogida popular como sus anteriores trabajos, pero despertó un gran interés en los más selectos círculos intelectuales de las islas. Comenzaron a ser invitados a cenáculos, tertulias, debates, eventos culturales, o simplemente a reuniones con  filósofos o críticos de arte con los que confrontaban sus posiciones estéticas. Incluso sus antiguos compañeros y más tarde detractores del colectivo Apolo, que por entonces habían comenzado a editar la revista de arte y literatura “Die Plasten” (en homenaje a un poema de Novalis), volvieron a llamarles para intervenir en foros de discusión sobre la relación del arte con la metástasis tecnológica, los cambios sociales, la crisis de la historia, los debates estéticos. Para José Arturo Martín y Javier Sicilia aquellas actividades, emprendidas con entusiasmo, pronto se convirtieron en rutinarias. La mecánica de las discusiones se repetía, plagada de buenas intenciones, analizando una y otra vez los problemas sin que las conclusiones se vertieran en acciones reales. El discurso, siempre planteado con rigor, acababa por volverse sobre sí mismo; mientras se sofisticaban los razonamientos se perdía el anclaje con la realidad, y se terminaba debatiendo matices de los argumentos mismos, olvidada la conexión con el tema original. No es que José Arturo Martín y Javier Sicilia desdeñaran el trabajo de los teóricos, sino que notaron cómo, siendo ellos pintores, estaban comenzando a pensar y actuar como aquellos. De repente, repararon en el vacío emocional de sus cuadros, elaborados desde planteamientos enormemente intelectualizados. Cayeron en la cuenta de la pedantería de su erudición, de lo pretencioso de sus propuestas estéticas, en las que faltaba lo más importante: la sensibilidad, la carne pictórica. José Arturo Martín y Javier Sicilia descubrieron que no habían estado pintando cuadros, sino ilustrando textos, así que resolvieron concentrarse en hacerse como pintores: encontrar esa especial manera de mirar y de expresar el pensamiento que es privilegio de los artistas plásticos; alcanzar la pericia técnica que les permitiera ahondar en la materialidad del cuadro para apelar a la sensualidad, a la sensación del espectador; recuperar el valor pictórico, el refinamiento de las cualidades sensibles de la pintura, capaces de detonar la chispa de la emoción. Se propusieron, en definitiva, pintar buenos cuadros. Consecuentes con sus ideas, como siempre, José Arturo Martín y Javier Sicilia decidieron quemar su biblioteca antes de recluirse en el estudio, para imposibilitar el volverse atrás en su determinación. Su renuncia a los discursos sofisticados para aprender el oficio de pintor es el más humilde proyecto a la vez que, paradójicamente, el más ambicioso: su pintura no tiene ya pretensiones intelectuales, ni acentos críticos, ni complejas retóricas, ni juegos cultos, ni significados encubiertos; tan sólo necesita tener calidad pictórica. Por ello han pintado temas sencillos y honestos: escenas de su actividad cotidiana, episodios de su vida poco trascendentes aunque de grato recuerdo, retratos con sus amistades y familiares, o simpáticas escenas que muestran su camaradería. Estas imágenes, modestas, sinceras, con las que dos artistas jóvenes están aprendiendo a pintar, no pretenden otra cosa que hacernos disfrutar, precisamente, de buena pintura. José Arturo Martín y Javier Sicilia seguirán aún evolucionando en su trabajo, sorprendiendo a quienes les conocemos por la lucidez de sus reflexiones, afrontando retos cada vez más difíciles. Les deseamos valor y suerte en su camino.     CUADROS: LA HOGUERA: José Arturo Martín y Javier Sicilia han decidido quemar su biblioteca. A la tenue luz del fuego, los dos se acordaron, por un momento, de Hernán Cortés. JAVI EN EL SUPERMERCADO:  En el supermercado hay de todo, pero Javier Sicilia escoge sus alimentos con sumo cuidado, porque sabe que una persona es lo que elige comer. JOSÉ EN LOS URINARIOS.  En los urinarios del museo, José Arturo Martín está meditando sobre las obras que acaba de ver, y se pregunta hasta qué punto influirán en su trabajo futuro. RAMIRO. Cuando salen a cenar con sus amigos artistas, José Arturo Martín y Javier Sicilia mantienen una norma:  nunca hablar, ni acordarse siquiera, del arte. GONZALO: La amistad entre pintores a veces es muy práctica: a José Arturo Martín y Javier Sicilia se les ha acabado el óleo negro; con sólo cruzar la calle se sale del apuro. DOKOUPIL: En una ociosa tarde de sábado, a la hora de la merienda, los tres amigos están jugando a las imitaciones. BIANCA:  Mientras Javier Sicilia dibuja a su novia, observa como ella sigue con sus ojos, atenta, el recorrido de su mirada de pintor. PAZ:  Es el aniversario de José Arturo Martín y su compañera. La intensidad del beso revela la importancia de su pasado, y les hace, al tiempo, conscientes de su presente. AJEDREZ 1 (JOSITO) Para José Arturo Martín y Javier Sicilia el ajedrez es más que un juego. Los dos son estupendos contendientes, y cuando se enfrascan en una partida se ensimisman de tal manera que pierden la noción del tiempo y del lugar AJEDREZ 2 (JAVI LEYENDO). El espeso silencio es muestra del elevado nivel de concentración. Las horas pasan lentamente. A veces abandonan el estudio de madrugada, con la mente exhausta... !Y la partida no ha acabado¡. ORADORES: Entre las diapositivas de una charla sobre el arte de vanguardia, se ha colado, como por magia, la de un cuadro de Velázquez. LA DUCHA: En Manhattan, al terminar un día entero viendo pintura americana, la ducha supone un descanso especial. COCA COLA: José Arturo Martín y Javier Sicilia disfrutan tanto el carnaval que a veces se diría que andan siempre disfrazados. MINIATURAS: El ascensor se ha parado entre dos pisos. José Arturo Martín y Javier Sicilia están dudando entre pedir ayuda o sentarse a disfrutar de no estar en ningún sitio. CARANTOÑAS: Nunca hay que pedir a José Arturo Martín y Javier Sicilia que posen, porque acabarán haciéndose los tontos. HABLANDO CON EL LIBRO: José Arturo Martín y Javier Sicilia a veces disfrutan descansando en el parque, con un libro en la mano, fingiendo comentar lo que están leyendo.